martes, 30 de mayo de 2017

¿Y si estamos ahogando la sed de aprender de los niños con un bombardeo de estímulos?

Qué curioso que el niño de 18 meses vaya corriendo hacía el enchufe y tire del mantel sin que tengamos que prometerle recompensas a cambio. Ni los castigos, ni los más severos, pueden contra el poderoso deseo de conocer, ese asombro, esa curiosidad innata que lleva en sí el joven aprendiz. "En cada una de esas deliciosas cabezas se estrena el mundo por primera vez, como en el séptimo día de la creación", decía Chesterton. Cabe preguntarnos lo que ocurre años después y adonde se marchitó el interés para aprender, que hace elucubrar a tantos gurús de la educación sobre los métodos más indicados para paliar su ausencia.
Estamos asistiendo a un desencanto por la educación formal, que desencadena un juicio en el que se la acusa de mecanicismo y de conductismo, por lograr sus objetivos cortoplacistas a través de premios y castigos externos que nunca llegan, como es lógico, a modelar el interior de la persona. Con razón, se salta con entusiasmo al mantra del protagonismo del alumno en el aprendizaje. Pero habrá que ver si todos entendemos lo mismo por ello y si los medios que se proponen son los adecuados para revertir la situación. Montessori ya decía que no era lo mismo que el niño quiera hacer todo lo que hace, que dejarle hacer todo lo que quiere. Menudo matiz.

Cabe ampliar la mirada y preguntarse por el papel que tienen esas gafas en dos dimensiones a través de las cuales los niños estrenan la realidad, como lo hacían aquellos personajes encadenados de la caverna de Platón que se contentaban con las sombras. ¿Son reales aquellas sombras? Por supuesto, pero empobrecidas reducciones de la realidad. Es curioso que el cine en tres dimensiones nos emocione tanto —quizás anhelamos secretamente re-inventar el teatro—, mientras nos empeñamos en quitar la tercera dimensión de la vida misma, convirtiendo el mundo en un lugar plano y sin profundidad, con más pantallas que ventanas.
Cabe levantar la mirada. Cabe preguntarse por el efecto de desplazar el locus de control —ese secreto lugar desde el que arranca la acción de cada uno— hacía fuera de la persona, convirtiendo al niño en un periférico más y el aula en una diversión continua. Con ese parche, ¿no estaríamos generando más de lo mismo, es decir un conductismo disfrazado de apetecible? Denunciamos el rígido proceso educativo que llena al niño como si fuera un cubo vacío. ¿Y si fuera el mismo niño ahora el que se llena a sí mismo —"a ver lo que me echan"— de todo aquello que encuentra navegando felizmente? ¿Eso nos pasará por confundir diversión con juego, o fascinación con asombro?
Hace miles de años, Platón dijo que educar es ayudar a desear lo bello. Hace unos años, Steve Jobs dijo que había que diseñar los teléfonos inteligentes de forma que le entren "ganas al usuario de lamerlos". ¿Que sobre gustos no hay nada escrito? Sobre belleza hay mucho escrito, lo que pasa es que la generación que viene lee muy poco. Como decía Gisela, en el opera de Chaikovski del mismo nombre, "¿cómo puedo desear ardientemente lo que solo puedo ver confusamente?"
Y si volviésemos a la primera causa de todas y nos preguntáramos: ¿dónde marchitó aquel asombro? ¿Y si la sed de aprender se hubiera ahogado en un océano de información sin sentido, en un bombardeo de estímulos externos compuestos por ruidos, contenidos y horarios que no respetan el orden interior de los niños, y por qué no decirlo también, de nosotros sus padres? Para que la sed sea sostenible, es preciso dejar beber poco a poco a la persona de una fuente que se ajuste a sus necesidades reales. ¿Hay que sorprenderse si uno se ahoga intentando tomar un sorbo de una boca de incendio? El asombro es lento, saborea la realidad a la que se acerca por primera vez, o como si fuera por primera vez. En cambio, los estímulos externos que saturan los sentidos empachan, embotan, anestesian el deseo, la sensibilidad y la capacidad de saborear la dimensión estética y lo lento de lo ordinario.
Ya lo decía Christakis, el neuropediatra con más publicaciones científicas sobre el efecto pantalla: "Una exposición prolongada a cambios rápidos de imágenes durante el periodo crítico de desarrollo condiciona la mente a niveles de estímulos más altos, lo que lleva a una falta de atención más adelante en la vida". En otras palabras, la mente del niño se acostumbra a una realidad que no existe normalmente en la vida real. Y entonces, cuando la mente del niño o del adolescente vuelve a experimentar la vida ordinaria real, todo le parece extraordinariamente aburrido o agobiante, porque no puede ver la belleza en la vida cotidiana. Como no capta la belleza, el niño no se siente atraído por nada y se distrae fácilmente —la distracción es lo opuesto a la atracción—, haciéndose así completamente dependiente del entorno externo. Como decía Edith Stein, uno siente esta insensibilidad como algo que no está de acuerdo con lo que debiera ser la realidad, y eso hace sufrir, o agobia.
Ante el embote y la insensibilidad, el umbral de sentir del niño sube a niveles dramáticamente altos, lo que le deja en un estado que oscila entre la apatía, la hiperactividad y la inatención. En un desesperado intento de reconectar con la realidad, el niño busca compulsivamente y a ciegas sensaciones nuevas, que le introducen en un círculo vicioso que le desconecta aún más de la lentitud de la realidad y le impide dejarse medir por ella.
Ahora bien, aprender consiste esencialmente en dejarse medir por lo real. Y la principal condición que favorece esa introducción en la realidad total es la atención sostenida, que no es lo mismo que la fascinación ante estímulos llamativos e intermitentes, por mucho que algunos los llamen "métodos activos de aprendizaje". Si esos métodos están fundamentados en llamar la atención de forma artificial, en el mejor de los casos paliarán la ausencia del interés por aprender, pero no irán más allá. Es preciso volver a la causa, la primera de todas: el asombro. Ya lo profetizó Chesterton cuando dijo que "el mundo nunca tendrá hambre de motivos para asombrase; pero si tendrá hambre de asombro". La educación en el asombro es un intento de dar la vuelta a la profecía de Chesterton para que, en el medio de tantas distracciones, nuestros hijos puedan otra vez asombrarse ante lo irresistible de la belleza que les rodea.
Catherine L'Ecuyer es investigadora y divulgadora de temas relativos a la educación y autora deEducar en el asombro y de Educar en la realidad.

viernes, 26 de mayo de 2017

Para combatir el machismo, la educación en casa es esencial. (Gema Lendoiro)

Tenemos unas cifras de malos tratos a mujeres y asesinatos que escandaliza. Ponemos mucho énfasis en las leyes y, tengo la sensación, que dejamos muy hilvanada la cuestión educativa en la infancia, el origen de todas las personalidades adultas. ¿De qué sirven leyes ejemplares cuando la mujer ya está muerta? ¿De qué sirven condenas ejemplares si el machismo sigue campando a sus anchas?.

La educación falla porque hay muchas, demasiadas cosas, que pasamos por alto y con las que no nos ponemos lo suficientemente serios. Y ahí los padres, cuando nos toca educar, tenemos mucho que hacer porque la responsabilidad es enorme. No se nace maltratador ni se nace machista, se aprende por imitación. Principalmente en casa. Y tanto de la madre como del padre.

Soy madre de dos niñas pequeñas. Mi tarea con respecto a ellas consiste básicamente en que crezcan felices, sanas mental y físicamente y con criterio, con capacidad para tomar sus propias decisiones cuando sean adultas. Es una de las bases de la libertad: saber elegir y asumir los errores en el caso de que los haya. El problema es que aprender a tomar decisiones no se improvisa, se aprende practicando. Para trabajar ese criterio, las tengo que dejar escoger cuando es infinitamente más cómodo hacerlo por ellas. Dejar que los niños vayan tomando decisiones es importante para formarles en criterio. Y me gustaría dejar claro (hay que explicarlo siempre todo en los tiempos que corren) que no les dejo que se suban a la ventana para ver qué se experimenta si se caen al vacío, pero sí les permito tomar otras pequeñas decisiones en el día a día. Como elegir su ropa, escoger entre bajar a jugar al jardín o quedarse en casa jugando y dibujando, dejando que elijan qué actividades extraescolares quieren hacer e, incluso, dentro de un menú equilibrado, muchos días les doy la oportunidad de escoger entre dos platos para la cena. Creo que fomentar en un niño la capacidad de elección, les hará ser adolescentes y adultos mucho más asertivos cuando alguien les agreda o interfiera en sus sentimientos. Aprender a decidir también supone aprender a decir no.

Claro que no basta con que lo hagamos algunos padres. Los demás también deben hacerlo. Recuerdo un día que la mayor estaba en un cumpleaños. Un niño de su curso (que se empeña en que ella tiene que ser su novia cuando ella no tiene el mínimo interés), le estaba dando la lata con que le diera un beso. Ella se negaba. El niño, erre que erre y, cuando vio que por las buenas no lo conseguía, entonces decidió hacerlo a las bravas y la cogió para plantarle un sonoro beso en la mejilla. Yo estaba observando desde lejos sin querer intervenir, quería saber qué recursos tendría ella. Finalmente, mi hija vino hacia mí llorando y diciendo que ese niño le había “roto el cuello” (esa era la manera de expresar el daño que le había hecho).

Enseguida intervinimos las dos madres y, para mi sorpresa, la madre del niño le explicó a la mía que es que su hijo había hecho eso “porque te quiere mucho”. Fui cobarde y no cogí a la madre a solas después del incidente para explicarle que cuando una persona dice no, es no. Me da igual que sea una mujer que un hombre. Y que querer mucho no implica obligar a la otra persona a que te bese. De hecho, no implica a nada.

Me fui muy inquieta del cumpleaños. Por un lado estaba horrorizada y por el otro sentía una especie de miedo a ser una exagerada. Y esto último me pasa porque todavía persiste en la sociedad la idea de que muchas dramatizamos actitudes que son, aparentemente, “normales”.
Desde luego las leyes tienen que ser las que velen siempre por los intereses de los ciudadanos, pero ¿por qué no nos centramos de verdad en el origen? Todos somos el resultado de nuestras educaciones. Y cuando hablo de educación me refiero a la familia, no al colegio (que es enseñanza y también importa). Si no desterramos frases y creencias de raíz, nunca jamás acabaremos con el machismo. Padres y madres debemos trabajar tanto si tenemos niños como si tenemos niñas. El machismo también se da entre las mujeres y de una manera todavía más ofensiva, si cabe.

¿Se han parado a leer los comentarios en las redes sociales sobre la desaparición de Diana Quer? ¿O los que se hicieron tras la violación de Pamplona? Muchos se centran en culpabilizar a la víctima en lugar del agresor. En hacerla responsable de lo que le ha sucedido: Que a quién se le ocurre ir con desconocidos, que hay que ver si habría bebido o no, que sabe Dios si será verdad porque (este es el peor y hay artículo por ahí circulando) “cuando las navarras o las vascas te dicen que sí, ten cuidado porque cuando se les pasa el pedo, entonces se dan cuenta de lo que han hecho y te denuncian por violación”, que fíjate cómo iba vestida, así no me extraña que la violen, si es que va pidiendo guerra...” ¿Qué educación han recibido quienes piensan así?.

La educación es un camino largo, a veces difícil, pero tiene que ser siempre en la misma línea. Si estamos horrorizados con el machismo, no podemos seguir educando a los más pequeños con estereotipos como “los chicos no lloran, eso es de mariquitas, para estar bella hay que sufrir, ese deporte es de chicos, las muñecas son de niñas…la lista es interminable. Esto en la infancia, pero en la adolescencia el discurso tampoco tiene desperdicio. ¿Acaso no es una frase de madres la de tienes que hacerte respetar y por eso no te puedes ir a la cama con un chico en la primera cita? Siempre he encontrado en ese discurso algo perverso. Porque lo que se persigue con ese consejo no es un respeto emocional, sino de pureza, de virginidad, como si una mujer que no lo sea ya no puede ser tomada en serio. Se persigue un engaño, un, hasta que no me pongas el anillo o me ofrezcas garantías, no te doy mi cuerpo. Me parece una manipulación de la sexualidad. Un te doy mi cuerpo a cambio de algo. Preferiría que las muchachas jóvenes tuvieran en cuenta otras cosas mucho más importantes como hacer respetar sus emociones y cuerpos pero por otros motivos que nada tienen que ver con esa idea de “mujer que ya está usada”.


La tarea educativa para frenar esta lacra del machismo es ingente. Y, o nos ponemos en serio manos a la obra o seguiremos lamentando cada año tantas muertes.

miércoles, 17 de mayo de 2017

¿Qué le pasa a tu cerebro cuando te equivocas?.

Que la actividad neuronal sea beneficiosa ante un error depende de una decisión nuestra. Veamos cuál.

¿Por qué hay personas que les fascinan los retos y otras que prefieren evitar cualquier desafío para no equivocarse? Carol Dweck, psicóloga de la Universidad de Stanford, dio la respuesta con una clasificación muy sencilla. Todos podemos tener dos tipos de mentalidades: una orientada al crecimiento y otra fija.

Las personas con “mentalidad de crecimiento” piensan que el éxito depende del esfuerzo, del trabajo o de sudar la camiseta. Sin embargo, las personas con “mentalidad fija” creen que depende de habilidades innatas y tienen urticaria ante cualquier error. “Si no se ha nacido con dichos dones, ¿para qué intentarlo?”, se plantean. Curiosamente, el hecho de decantarnos por una o por otra no depende de cuestiones genéticas, sino de educación, como  demostró Dweck con alumnos de once años y después de que hicieran un trabajo difícil. A aquellos a los que les reconoció que su éxito dependía de su esfuerzo, se atrevían después con otro desafío aún más difícil. “Total, si me equivoco, no importa”, pensaban. Sin embargo, a los niños que se les dijo que lo habían conseguido porque eran muy listos o muy inteligentes, cuando el reto iba en aumento, preferían no intentarlo… “¿Para qué probar suerte y equivocarme? Mejor me quedo como estoy y así sigo demostrando que soy inteligente”, era el pensamiento que lo resumía.
Tener mentalidad de crecimiento o fija no depende de cuestiones genéticas, sino de educación, como demostró Dweck
Este resultado resulta muy desconcertante. Siempre se ha dicho que es bueno reforzar la autoestima de nuestros hijos con el verbo “ser”, ser muy buen chico, muy listo… Sin embargo, como ha comprobado Dweck, con esta técnica corremos el riesgo de reforzar también la mentalidad fija. Cuando esto ocurre, no se encaja el error y se evita cualquier desafío que nos haga salirnos de nuestra zona de confort, como también ha comprobado la neurociencia.
Jason S. Moser y sus colegas en la Universidad de Michigan State han descubierto qué nos ocurre en nuestro cerebro cuando nos enfrentamos a una equivocación.Dependiendo de si nuestra mentalidad es de aprendizaje o fija, la actividad neuronal ante un error será más activa o menos. En otras palabras, cuando pensamos que podemos aprender, si nos equivocamos, se despierta un intenso baile neuronal para identificar causas, patrones o aprendizajes que nos sirvan para un futuro (color rojo de la imagen). Sin embargo, si nuestra mentalidad es fija, ante una equivocación, echaremos balones fuera, nos justificaremos con mil y un argumentos y nuestra actividad neuronal para encontrar razones para el aprendizaje quedará un tanto dormida (color verde). Y todo ello no depende de la edad. Según Dweck, el 40 por ciento de las personas tienen “mentalidad de crecimiento”; otro 40 por ciento, su “mentalidad es fija” y el resto, dependiendo del momento.
La mentalidad de crecimiento nos permite encajar mejor los errores
¿Qué podemos hacer? Lo primero de todo, revisar la educación. Comencemos a valorar el esfuerzo y no solo las habilidades innatas. Si queremos que nuestros hijos se enfrenten con seguridad a los desafíos, es mejor que vivan el error de una manera constructiva y no evitándolo a toda costa. Por ello, tengamos cuidado con los reconocimientos que hacemos e incluyamos también el concepto de trabajo y no solo el ser un niño o niña muy lista o inteligente.
Segundo, asumamos que nuestro cerebro es plástico, que somos capaces de crear nuevas conexiones neuronales si comenzamos a proponérnoslo. Por ello, reflexionemos qué tipo de mentalidad tenemos (de manera sincera, que no siempre ocurre). Si solemos buscar excusas ante los desafíos, comencemos a darnos cuenta de que la mayor parte de las personas que encajan los fracasos mejor que nosotros tienen “mentalidad de crecimiento”, que esta no es innata y que se puede desarrollar a cualquier edad. Por tanto, no valen las excusas.