La amistad tiene un papel fundamental a lo largo de
nuestra vida, y es motivo de alegrías y de tristezas. En ocasiones resulta
doloroso ver cómo una relación entre dos o más personas llega a su fin, pero la
mayoría de ellas perduran y proporcionan dosis ingentes de satisfacción. Dan
Gilbert, profesor de psicología en la Universidad de Harvard, está convencido
de que pasar tiempo de calidad con la familia y los amigos es el único camino hacia la
felicidad. Hacerlo supone relacionarse de manera emocional y social
con otra gente, y eso repercute de manera directa en la salud mental. También
aporta las competencias necesarias a la hora de enfrentarse al día a día.
Durante la infancia, sobre todo dentro del ámbito
escolar, los niños aprenden a desarrollarse como seres humanos libres y
competentes. “Es en este espacio donde se puede fomentar el respeto a uno mismo
y a las personas con las que pasamos tiempo, convivimos y nos relacionamos”,
aclara la psicóloga Isabel García, responsable de la clínica Positiva Apoyo Psicológico. Estos vínculos son vitales
a la hora de intervenir en el proceso de madurez de una persona. Lo explica
Rosa Rodríguez, presidenta del Col·legi
de Pedagogs de Catalunya: “La escuela es un contexto donde los
niños aprenden a relacionarse con los demás, especialmente con sus iguales, a
conocer sus límites y los de sus compañeros, y a regular su comportamiento en
función del que tiene el otro. Con su grupo de amigos adquieren la noción de
semejanza y diferencia”.
En este sentido, la
amistad tiene un papel pedagógico destacado, porque proporciona un contexto
diferente del de la familia y la escuela. “Se establece una relación entre
iguales con los que el niño experimenta, interactúa, compara, descubre... sin
adultos de por medio. Con todo, es necesario que el entorno familiar y escolar
les facilite herramientas y habilidades para gestionarlas”, cuenta Rosa
Rodríguez. Aun así, no es este el único lugar en el que los niños pueden
establecer vínculos. “Los pequeños hacen amigos con más facilidad que los
adultos en cualquier ámbito en el que interactúan. Sin embargo, en las escuelas
se fortalecen estos lazos, tanto en las horas lectivas como en el tiempo de
recreo. Pero esto solo es posible si las metodologías pedagógicas que se
emplean permiten que el alumnado se comunique durante su proceso de aprendizaje”,
continúa.
En el recreo se aprende
Una de las autoras del estudio Una
pedagogía de la amistad, Caron Carter, asegura que en la guardería los
párvulos establecen relaciones de amistad a través del juego. Esta teoría la
suscribe Isabel García: “Así es como los pequeños comienzan a establecer
relaciones con sus semejantes, con el mundo, consigo mismos... Cuando son
menores, por lo general, están más inmersos en sí mismos, aunque interaccionen
con otros niños, pero a partir de los 4 o 5 años comienzan a hacerlo de manera
diferente, y surgen las primeras uniones”.
Con las amistades infantiles, se ponen en práctica las
primeras habilidades sociales. Lo aclara la psicóloga: “Jugar implica
comunicarse, cooperar y resolver problemas. Los niños aprenden a controlar sus
emociones y a tener en cuenta las de los otros. Estas actividades también los
preparan para negociar y enfrentarse a situaciones diversas”. “El juego les
enseña a respetar los turnos, a trabajar en equipo y a ser tolerantes”, añade
la pedagoga, quien aclara que ese ocio, eso sí, debe regirse por las reglas de
los niños y no de los adultos, para que los menores asuman riesgos y desafíos.
Las peleas entre niños importan
En ocasiones los adultos restan importancia a las
relaciones de amistad entre los pequeños, y no son capaces de imaginar el
efecto emocional que un cabreo supone para ellos. “Normalmente, pensamos que
son tonterías, pero para este tipo de desencuentros son un problema. Y eso se
percibe en el aula; si están pensando en la pelea que han tenido, estarán
preocupados y no podrán concentrarse”, resuelve Carter. La clave está en
otorgarles la oportunidad de contar cómo se sienten en todo momento. “El
mensaje que tenemos que hacerles llegar es que siempre tenemos en cuenta su
punto de vista”, considera la psicóloga. Y que consideramos sus amistades como
un asunto de vital importancia.
Para lograrlo, el niño debe de ser quien gestione sus
vínculos personales. “Durante la infancia y la adolescencia, estas relaciones
son una necesidad para su desarrollo psicosocial y educativo, donde se generan
lazos de reciprocidad de diferente índole según su etapa evolutiva”, asegura
Rosa Rodríguez. Hay que cambiar el chip y empezar a pensar en el niño como un
ser humano pleno. “El adulto ha de considerar sus emociones, pensamientos y
sueños para que pueda construir y fortalecer su personalidad y adquirir
autonomía en la toma de decisiones”, continúa. Aun así, la figura del cuidador
debe estar presente para proporcionar apoyo y base educativa, según la experta.
Asimismo, el aula debe ser un lugar en donde los
menores se sientan protegidos y en el que se ponga en práctica el respeto entre
iguales. “Los niños se sienten seguros social y emocionalmente si tienen
amigos”, asegura Carter. Rodríguez va más allá: “La incorporación de la
educación emocional en el aula es o tendría que ser imprescindible para
trabajar las emociones, los sentimientos negativos y los positivos, así como
para comprender los estados de ánimo y desarrollar la empatía”. Los conflictos
son inherentes en el ser humano, por lo que los críos han de aprender a
gestionarlos. ¿Qué tal una asignatura donde se les invite a debatir entre ellos
los problemas que han tenido durante la semana?.
Un estudio
publicado por el centro para la investigación económica CERP asegura
que los afectos que se generan durante la escuela son fuertes y persistentes a
lo largo del tiempo. Además, suponen un gran apoyo a la hora de enfrentarse a
los retos académicos. “Los individuos son más propensos a trabajar duro y a
matricularse en la Universidad si esta opción es popular entre su círculo,
especialmente en los últimos años de la escuela”. Isabel García lo desarrolla:
“Los mayores problemas de rendimiento los generan los problemas emocionales. Si
el niño está mal, no tendrá capacidad para concentrarse, ni motivarse, y mucho
menos integrar la información que de otra forma quizá incluso le interesaría”.
El cerebro del niño necesita raudales de amistad.
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