¿El fracaso puede ser valioso?
¿Qué importancia tiene para el aprendizaje? ¿Es una herramienta necesaria y
útil para el desarrollo de los estudiantes o es algo de lo que debamos
protegerles? «Claramente, nuestra cultura penaliza el fracaso en todos los ámbitos,
no solo en el educativo, y conviene preguntarse si esto debería ser así»,
apunta Ignacio Martín Maruri, profesor de Liderazgo y
Transformación Organizacional de la Universidad Adolfo Ibáñez, de Chile.
Tras una primera cita en 2016,
donde se pusieron en valor la figura del profesor, del alumno y de su entorno,
y algunos de los contenidos que pueden formar parte de «La Educación que
queremos», este año siguen trabajando con otros valiosos ingredientes como el
arte, al curiosidad, el silencio y el entusiasmo, entre otros.
—¿Cuál es su enfoque del fracaso, y la razón por la
cual versó sobre este tema la charla que ofreció durante el ciclo de
conferencias «La Educación que queremos»?
—Hay dos situaciones que creo que son muy distintas.
Cuando estás en un mundo predecible, controlable, cierto, donde hay una serie
de mecanismos para hacer las cosas, si fracasas es porque probablemente has
hecho algo mal. Es decir, en un mundo conocido, el fracaso es probablemente
indicador de algún tipo de incompetencia o de falta de virtud ética. Esto hace
que el fracaso se acabe personalizando. Es decir en ese mundo conocido, si uno
fracasa, es porque no hizo lo que debía, porque no quiso, no supo, o no pudo.
En cualquier caso hay una relación entre fracaso o fallo personal y esa es la
estigmatización que surge del fracaso. Que el que fracasa es un fracasado.
Pero si vamos a un mundo dinámico, complejo e incierto
como el que vivimos hoy en día, hay muchos factores que pueden llevar a que una
persona con su mejor actitud y con todo el conocimiento disponible a su
alcance, fracase. En este caso, el fracaso no es por un tema personal, sino que
tiene que ver con la complejidad, el dinamismo, la incertidumbre.
Es decir, en este nuevo mundo en
el que vivimos hoy en día, uno fracasa por muchas causas que no necesariamente
son aptitudinales o de competencias de la persona. Y eso abre la posibilidad de
preguntarnos qué cosa estamos haciendo aquí que ha generado un resultado
inesperado y no deseado. Es decir, qué podemos aprender.
Como estamos cada vez más en un mundo complejo y
dinámico, donde la cantidad de factores que inciden en los resultados son
múltiples, tenemos que abandonar esa idea de que el fracaso es algo de la
persona.
—¿Cómo trasladamos esto al mundo educativo?
—Entender esta diferencia entre enseñar para un mundo conocido (que es la
educación tradicional o de toda la vida), que implica que «ante el problema X
aplíquese la solución Y para llegar al resultado conocido Z»... O empezar a
abrir la educación a modelos de aprendizaje donde los chicos vayan descubriendo
y siendo capaces de sintetizar, analizar, y conectar situaciones dinámicas
complejas.
En ese aprendizaje se van a tener necesariamente
fracasos, que simplemente serán indicadores de algo nuevo que hay que
investigar. Es decir, generar espacios de experimentación y de aprendizaje
sobre la experimentación. Porque experimentar y fracasar son dos conceptos que
están muy ligados. Hay que entender que la educación en un mundo conocido
podría considerarse incluso obsoleta, o no suficiente, cuando los chicos van a
vivir en un mundo cada vez más dinámico, incierto y complejo.
—Nuestra cultura penaliza el fracaso en todos los
ámbitos, no solo en el educativo, y conviene, como usted señala, preguntarse si
esto debería ser así. ¿Podríamos poner de ejemplo la visión norteamericana del
fracaso?
—Más que en Estados Unidos,
estaríamos hablando de Silicon Valley (California), o de los espacios donde se
está generando ese mundo en el que vamos a vivir. En esos espacios sí que hay
una conciencia de la importancia del aprendizaje del fracaso. Más que del país,
de las industrias o de los sectores pioneros... Ellos ven el fracaso con otra
mirada. Casualmente son los que entienden que uno hace camino al andar en el
mundo de la innovación. Y al hacer camino al andar también
tropiezan, pero lo único que hacen es aprender. Están abriendo nuevos senderos.
—¿Qué cosas podemos decir que se aprenden del fracaso?
—Por un lado, que hay algo que no
se conocía, que no se ha tenido en cuenta y que ha incidido inesperadamente en
el resultado. Por tanto, que hay un ámbito de desarrollo de conocimiento y
habilidades. Además de eso, uno aprende humildad, donde tiene cada cual sus
límites. Eso lleva a una mayor capacidad de empatía y de aceptación por la
diversidad. Porque cuanto más humilde y menos poseedor de la verdad me siento,
más dispuesto estoy a escuchar la opinión de otros. También aprendo la resiliencia, aprendo a levantarme cuando me caigo. Y a reconocer lo
que se tiene. Muchas veces, hasta que no fracasamos, no nos damos cuenta de lo
que tenemos. Son muchos otros ámbitos, aparte del aprendizaje del conocimiento
o del desarrollo de una habilidad.
—Los niños, los estudiantes, ¿tienen que aprender a
perder?
—Por supuesto, hay que aprender a
perder y experimentar del fracaso para aprender de este. Un profesor mío me
dijo: «Nadie aprende del éxito, solo se aprende del fracaso».
Porque el éxito solo demuestra que ya sabes. Por lo tanto, no hay nada que
aprender. Una persona que solo busca el éxito, es una persona que no tiene
voluntad de aprendizaje.
—¿Qué entorno posibilita el aprendizaje del fracaso?
—Un entorno donde, primero, el fracaso no sea una
estigmatización personal, sino que se entienda que hay múltiples factores que
pueden llevar al fracaso. También un espacio donde se ofrezca seguridad
psicológica, donde las personas no tengan miedo a equivocarse, a dudar, o a
tener perspectivas distintas, porque saben que en su entorno eso será aceptado
y no penalizado. Y tercero, es un entorno que exige o motiva a ir más allá del
ámbito conocido. Donde tienes ámbitos nuevos, posibilidades de fracasar y
aprender porque es nuevo. Esos tres factores son los que hay que promover.
—¿Y los actores implicados?
—Desde los padres a los
profesores, pasando por el ministerio. El debate educativo se divide
entre promover la exigencia o promover la seguridad. Es decir, una
reforma educativa va por un lado, y la siguiente va por otro. Y esto no es una
dicotomía entre uno y otro, los dos son elementos necesarios para el
aprendizaje y ninguno de los dos es suficiente por sí mismo. Es decir, si yo me
quedo solo en la exigencia genero angustia y ansiedad, si me voy solo a la
protección, genero pasotismo. Solo la exigencia en un entorno seguro me lleva a
un espacio de aprendizaje.
—¿Hay algún país donde se haga bien?
—En este sentido hay otros países
más avanzados, pero también sé que hay colegios en España que están generando
estas nuevas visiones del aprendizaje. Colegios que buscan crear espacios
de aprendizaje, más que de profesores que enseñan. Hay muchas
iniciativas sobre las que se está experimentando, algunas fracasarán
probablemente, pero así aprenderemos cuál es la pedagogía que necesitamos para
el siglo XXI, que no es la que tenemos ahora, que es del siglo XX.