martes, 6 de octubre de 2015

La alubia en el yogur y los absurdos del sistema educativo


Clásico ejercicio del colegio: coger una alubia, ponerla entre algodones dentro de un envase de yogur, humedecer los algodones durante varios días y observar cómo germina. Y ahí están las madres (no hay machismo en esta frase; mera descripción) en el patio, intercambiando impresiones. “¿Habéis conseguido que germine?” “Yo no sé si es que la estoy regando poco” “Pues yo la riego todos los días y no sale”. Sí, sí, frases en primera persona del singular. No es que el niño riegue o deje de regar; son los padres quienes lo hacen. ¿Qué sentido tiene esto? Una madre llega a afirmar que “es normal, su hijo no es agricultor”.
El primer impulso al escuchar estas historias de “padres que hacen los deberes” (hay una gran diferencia entre “ayudar con los deberes” y “hacer los deberes”) es pensar en su irresponsabilidad. Pero… ¿somos los padres los principales culpables?
Nos enfrentamos a un sistema educativo que te planta una serie de deberes y tareas que hay que hacer “sí o sí”. Da igual si te resulta provechoso o no, da igual si te interesa o no. Da igual si tienes muchos o pocos. Hay que hacerlos, hay que cumplir. Y si no los haces, incidencia al canto, “punto negativo”, bronca, tutoría. Tres cuartos de lo mismo sucede con los exámenes y las notas: apruebas o suspendes.
Leía estos días Drive, el libro de Dan Pink sobre la motivación, en el que se plantea que el método del palo y la zanahoria (la motivación extrínseca) acaba matando la motivación intrínseca. En el mejor de los casos consigues que la gente cumpla(“compliance”, conformidad), es decir, que se haga lo que haya que hacer para conseguir el premio o evitar el castigo (eso suponiendo que premio y castigo llegan a ser suficientemente relevantes), pero ni un ápice más. Si puedo encontrar atajos, mejor que mejor. Si puedo copiar el resumen de internet, antes termino. Si llevo una chuleta al examen, arreglado. Si copio me libro de los problemas. Si el padre hace los deberes, menos problemas para todos. Al fin y al cabo lo que importa es el resultado. ¿Disfrutar del proceso? ¿Alimentar la motivación intrínseca (esa que funciona en ausencia de estímulos externos)? Bah, para qué.
Llegados a este punto, nos encontramos con los críos que llegan cansados a casa, obligados a dedicar todavía una o dos horas a ponerse con unos deberes que no les apetece ni huevo hacer. Si les dejas a su aire, no los hacen. Estar encima de ellos es cansado, conflictivo, exige tiempo y dosis enormes de paciencia que no siempre tienes. Y al final si lo que importa es el resultado… pues veo hasta entendible que llegues a coger el atajo del “acabamos antes si lo hago yo”. Obviamente no lo defiendo, creo que se le hace un flaco favor a los chavales (acostumbrarles a que ante cualquier dificultad “ya llegan papá y mamá y te lo resuelven”; luego pasa lo que pasa). Pero también pienso que el origen del problema está antes. Que la propia concepción del sistema educativo tampoco hace un gran favor a los críos, a su aprendizaje, a su felicidad o a su capacidad de desempeño futuro.
¿Cuál sería la alternativa? Una educación basada no en el “cumplir”, sino en incentivar la curiosidad y las aptitudes naturales de cada niño individual. Si a fulanito le gusta leer, recomiéndale libros, escúchale cuando te los resuma… siempre en positivo (no con el método de “hay que leerse un libro cada quince días y traer una ficha rellena, y el que no lo haga…”). Si a menganito le gusta la naturaleza, enséñale cómo germina una planta (¡es un proceso fascinante!), anímale a que cuide de sus propias plantas, que traiga semillas de distintos tipos, que haga fotos de los distintos estadios de crecimiento… Si le gusta pintar dale a probar distintos materiales, anímale a usar distintas técnicas… El que quiere bailar, anímale a hacer coreografías, ponle ejemplos de bailes para que vayan incorporando… En definitiva, se trata de iluminar el camino por el que los niños andan, no obligarles a ir por el camino que tú crees que debe llevar.
Claro, esto es un esfuerzo de la leche. Para individualizar a cada niño, para reaccionar de forma tremendamente flexible a las inquietudes y los ritmos de cada uno, encontrar la forma de seducirles y de proporcionarles la guía que necesitan para ir creciendo. Y no solo un esfuerzo para los profesores, también para los padres. Y si ni los padres a veces estamos dispuestos a poner la atención, el tiempo, la paciencia necesarios… como para pedírselo a la comunidad educativa.
¿Y si a un niño no le interesa nada? No me creo que haya nadie que esté con niños y piense esto de verdad. A todo el mundo le interesa algo. Unos cazan lagartijas, otros juegan al fútbol, a otros les encanta leer. O los videojuegos, sí, qué pasa. O los desastres naturales. Si les dejas solos, te das cuenta que cada uno tira para lo suyo.
“Ya, pero entonces no aprenderán lo que es importante”… Lo que es importante… ¿Qué es importante, en realidad? Sí, vale, saber sumar, saber leer… ¿hacer raíces cuadradas? ¿los afluentes del Duero? ¿senos y cosenos? ¿las partes de una célula? ¿qué es el esternocleidomastoideo?. Soy de la opinión de que “lo importante” es en realidad muy poco. Que lo que es relevante para nuestro día a día es algo que aprendemos de forma muy orgánica, mirando a nuestro alrededor, observando a los que nos rodean. Que si tenemos cerca a alguien (en este caso los padres y los maestros) que aprovechan las circunstancias de nuestra vida para ir dándonos información crecemos sin darnos cuenta, sin presión, sin obligación… y de una forma infinitamente más alineada con nuestro propio ser, más autónoma, más motivada, más provechosa… más feliz, y más productiva.

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