Tener autoridad, que
no autoritarismo, es básico para la educación de nuestro hijo. Debemos marcar
límites y objetivos claros que le permitan diferenciar qué está bien y qué está
mal, pero uno de los errores más frecuentes de padres y madres es excederse en
la tolerancia. Y entonces empiezan los problemas. Hay que llegar a un
equilibrio, ¿cómo conseguirlo para tener autoridad?
En una de las primeras
charlas que dí a un grupo de padres de un parvulario, una madre levantó la mano
y me preguntó:
- ¿Qué hago si mi hijo está encima de la
mesa y no quiere bajar?
- Dígale que baje, - le dije yo.
- Ya se lo digo, pero no me hace caso y no baja- respondió la madre
con voz de derrotada.
- ¿Cuántos años tiene el niño?- le pregunté.
- Tres años - afirmó ella.
Situaciones semejantes
a ésta se presentan frecuentemente cuando tengo ocasión de comunicar con un
grupo de padres. Generalmente suele ser la madre quien pone la cuestión sobre
la mesa aunque estén los dos. El padre simplemente asiente, bien con un
silencio cómplice, bien afirmando con la cabeza, porque el problema es de los
dos, evidentemente.
¿Qué ha pasado para
que en tan pocos meses una pareja de personas adultas, triunfadoras en el campo
profesional y social, hayan dilapidado el capital de autoridad que tenían cuando
nació el niño?
Actuaciones paternas y
maternas, a veces llenas de buena voluntad, minan la propia autoridad y hacen
que los niños primero y los adolescentes después no tengan un desarrollo
equilibrado y feliz con la consiguiente angustia para los padres. El padre o la
madre que primero reconoce no saber qué hacer ante las conductas
disruptivas de su pequeño y que, después, siente que ha perdido a su
hijo adolescente, no puede disfrutar de una buena calidad de vida, por muy bien
que le vaya económica, laboral y socialmente, porque ha fracasado en el
"negocio" más importante: la educación de sus hijos.
¿Cuáles son los
errores más frecuentes que padres y madres cometemos cuando interaccionamos con
nuestros hijos?
Antes de que siga
leyendo, quiero advertirle que, posiblemente, usted, como todos -yo también- en
alguna ocasión ha cometido cada uno de los errores que se apuntan a
continuación. No se preocupe por ello. No es un desastre. Es lo normal en
cualquier persona que intenta educar TODOS LOS DIAS. Tiene su parte positiva.
Quiere decir que intenta educar, lo cual ya es mucho. En educación lo que deja
huella en el niño no es lo que se hace alguna vez, sino lo que se hace continuamente.
Lo importante es que, tras un periodo de reflexión, los padres consideren, en
cada caso, las actuaciones que pueden ser más negativas para la
educación de sus hijos, y traten de ponerles remedio.
Estos son los principales
errores que, con más frecuencia, debilitan y disminuyen la autoridad
de los padres:
- La permisividad. Es imposible educar sin intervenir. El
niño, cuando nace, no tiene conciencia de lo que es bueno ni de lo que es
malo. No sabe si se puede rayar en las paredes o no. Los adultos somos los
que hemos de decirle lo que está bien o lo que está mal. El
dejar que se ponga de pie encima del sofá porque es pequeño, por miedo a
frustrarlo o por comodidad es el principio de una mala educación. Un hijo
que hace "fechorías" y su padre no le corrige, piensa que es
porque su padre ni lo estima ni lo valora. Los niños necesitan referentes
y límites para crecer seguros y felices.
- Ceder después de decir no. Una vez que usted se ha decidido a actuar,
la primera regla de oro a respetar es la del no. Él no es
innegociable. Nunca se puede negociar el no, y perdone que
insista, pero es el error más frecuente y que más daño hace a los niños.
Cuando usted vaya a decir no a su hijo, piénselo bien, porque no hay
marcha atrás. Si usted le ha dicho a su hijo que hoy no verá la
televisión, porque ayer estuvo más tiempo del que debía y no hizo los
deberes, su hijo no puede ver la televisión, aunque le pida de rodillas y
por favor, con cara suplicante, llena de pena, otra oportunidad. Hay niños
tan entrenados en esta parodia que podrían enseñar mucho a las estrellas
del cine y del teatro.
En cambio, el sí, sí se puede negociar. Si usted piensa que el
niño puede ver la televisión esa tarde, negocie con él qué programa y
cuanto rato.
- El autoritarismo. Es el otro extremo del mismo palo que la
permisividad. Es intentar que el niño/a haga todo lo que el padre quiere
anulándole su personalidad. El autoritarismo sólo persigue la
obediencia por la obediencia. Su objetivo no es una persona
equilibrada y con capacidad de autodominio, sino hacer una persona sumisa,
esclavo sin iniciativa, que haga todo lo que dice el adulto. Es tan
negativo para la educación como la permisividad.
- Falta de coherencia. Ya hemos dicho que los niños han de tener
referentes y límites estables. Las reacciones del padre/madre han de ser
siempre dentro de una misma línea ante los mismos hechos. Nuestro estado
de ánimo ha de influir lo menos posible en la importancia que se da a los
hechos. Si hoy está mal rayar en la pared, mañana, también.
Igualmente es fundamental la coherencia entre el padre y la madre.
Si el padre le dice a su hijo que se ha de comer con los cubiertos, la
madre le ha de apoyar, y viceversa. No debe caer en la trampa de:
"Déjalo que coma como quiera, lo importante es que coma".
- Gritar. Perder los estribos. A veces es difícil no perderlos. De hecho
todo educador sincero reconoce haberlos perdido alguna vez en mayor o
menor medida. Perder los estribos supone un abuso de la fuerza que conlleva
una humillación y un deterioro de la autoestima para el niño. Además, a
todo se acostumbra uno. El niño también a los gritos a los que cada vez
hace menos caso: Perro ladrador, poco mordedor. Al final,
para que el niño hiciera caso, habría que gritar tanto que ninguna
garganta humana está concebida para alcanzar la potencia de grito
necesaria para que el niño reaccionase.
- Gritar conlleva un gran peligro inherente. Cuando los gritos no dan resultado, la ira del
adulto puede pasar fácilmente al insulto, la humillación e incluso los
malos tratos psíquicos y físicos, lo cual es muy grave. Nunca debemos
llegar a este extremo. Si los padres se sienten desbordados, deben pedir
ayuda: tutores, psicólogos, escuelas de padres...
- No cumplir las promesas ni las amenazas. El niño aprende muy pronto que cuanto más
promete o amenaza un padre/madre menos cumple lo que dicen. Cada promesa o
amenaza no cumplida es un girón de autoridad que se queda por el
camino. Las promesas y amenazas deber ser realistas, es decir
fáciles de aplicar. Un día sin tele o sin salir, es posible. Un mes es
imposible.
- No negociar. No negociar nunca implica rigidez e
inflexibilidad. Supone autoritarismo y abuso de poder, y por
lo tanto incomunicación. Un camino ideal para que en la adolescencia se
rompan las relaciones entre los padres y los hijos.
- No escuchar. Dodson dice en su libro El arte de ser padres,
que una buena madre -hoy también podemos decir padre- es la que escucha a
su hijo aunque esté hablando por teléfono. Muchos padres se quejan de
que sus hijos no los escuchan. Y el problema es que ellos no
han escuchado nunca a sus hijos. Los han juzgado, evaluado y les han dicho
lo que habían de hacer, pero escuchar... nunca.
- Exigir éxitos inmediatos. Con frecuencia, los padres tienen poca
paciencia con sus hijos. Querrían que fueran los mejores... ¡ya!. Con
los hijos olvidan que nadie ha nacido enseñado. Y todo requiere un
periodo de aprendizaje con sus correspondiente errores. Esto que admiten
en los demás no pueden soportarlo cuando se trata de sus hijos, en los que
sólo ven las cosas negativas y que, lógicamente, "para que el niño
aprenda" se las repiten una y otra vez.
Sin embargo, una vez
que sabemos lo que hemos de evitar, algunos consejos y "trucos"
sencillos pueden aligerar este problema, ofrecer un desarrollo
equilibrado a los hijos y proporcionar paz a las personas y al hogar. Estos
consejos sólo requieren, por un lado, el convencimiento -muy importante- de que
son efectivos y, por otro, llevarlas a la práctica de manera constante y
coherente.
Algunas de estas
técnicas ya han sido comentadas al hablar de los errores, y ya no insistiré en
ellas. Me limitaré a enunciar brevemente, actuaciones concretas y
positivas que ayudan a tener prestigio y autoridad positiva ante los
hijos:
- Tener unos objetivos
claros de lo que pretendemos cuando educamos. Es la primera
condición sin la cual podemos dar muchos palos de ciego. Estos objetivos
han de ser pocos, formulados y compartidos por la pareja, de tal manera
que los dos se sientan comprometidos con el fin que persiguen. Requieren
tiempo de comentario, incluso, a veces, papel y lápiz para precisarlos y
no olvidarlos. Además deben revisarse si sospechamos que los hemos
olvidado o ya se han quedado desfasados por la edad del niño o las
circunstancias familiares.
- Enseñar con claridad cosas
concretas. Al niño no le vale
decir "sé bueno", "pórtate bien" o "come
bien". Estas instrucciones generales no le dicen nada. Lo que sí le
vale es darle con cariño instrucciones concretas de cómo se coge el
tenedor y el cuchillo, por ejemplo.
- Dar tiempo de aprendizaje. Una vez hemos dado las instrucciones
concretas y claras, las primeras veces que las pone en práctica, necesita
atención y apoyo mediante ayudas verbales y físicas, si es necesario. Son
cosas nuevas para él y requiere un tiempo y una práctica guiada.
- Valorar siempre sus intentos
y sus esfuerzos por mejorar, resaltando lo que hace bien y pasando por alto lo que hace mal.
Pensemos que lo que le sale mal no es por fastidiarnos, sino porque está
en proceso de aprendizaje. Al niño, como al adulto, le encanta tener
éxito y que se lo reconozcan.
- Dar ejemplo para tener fuerza moral y prestigio. Sin
coherencia entre las palabras y los hechos, jamás conseguiremos nada de
los hijos. Antes, al contrario, les confundiremos y les
defraudaremos. Un padre no puede pedir a su hijo que haga la
cama si él no la hace nunca.
- Confiar en nuestro hijo. La confianza es una de las palabras clave.
La autoridad positiva supone que el niño tenga confianza en los padres.
Es muy difícil que esto ocurra si el padre no da ejemplo de confianza en
el hijo.
- Actuar y huir de los
discursos. Una vez que el niño
tiene claro cuál tiene que ser su actuación, es contraproducente invertir
el tiempo en discursos para convencerlo. Los sermones tienen un valor de
efectividad igual a 0. Una vez que el niño ya sabe qué ha de hacer, y no
lo hace, actúe consecuentemente y aumentará su autoridad.
- Reconocer los errores
propios. Nadie es perfecto, los
padres tampoco. El reconocimiento de un error por parte de los padres da
seguridad y tranquilidad al niño/a y le anima a tomar decisiones aunque se
pueda equivocar, porque los errores no son fracasos, sino equivocaciones
que nos dicen lo que debemos evitar. Los errores enseñan cuando hay
espíritu de superación en la familia.
Todas estas
recomendaciones pueden ser muy válidas para tener autoridad positiva o
totalmente ineficaces e incluso negativas. Todo depende de dos factores, que si
son importantes en cualquier actuación humana, en la relación con los hijos son
absolutamente imprescindibles: amor y sentido común.
Educar es estimar, decía Alexander Galí. El amor hace que las
técnicas no conviertan la relación en algo frío, rígido e inflexible y, por lo
tanto, superficial y sin valor a largo plazo. El amor supone tomar
decisiones que a veces son dolorosas, a corto plazo, para los padres y para
los hijos, pero que después son valoradas de tal manera que dejan un buen sabor
de boca y un bienestar interior en los hijos y en los padres.
El sentido común es lo que hace que se aplique la técnica
adecuada en el momento preciso y con la intensidad apropiada, en función del
niño, del adulto y de la situación en concreto. El sentido común nos dice que
no debemos matar moscas a cañonazos ni leones con tirachinas.
Un adulto debe tener
sentido común para saber si tiene delante una mosca o un león. Si en algún
momento tiene dudas, debe buscar ayuda para tener las ideas claras antes de
actuar.
Pablo Pascual Sorribas
Maestro, licenciado en Historia y logopeda.