jueves, 23 de mayo de 2019

SOBRE EL INTERÉS Y EL ESFUERZO EN LA ESCUELA.

Que los niños escolares ponen poco interés en sus tareas, y que el esfuerzo que realizan para cumplir con sus obligaciones es muy escaso, son afirmaciones tan asumidas que nadie las pone en duda. Pero, ¿por qué es así?, o ¿por qué no puede ser de otra manera? Me atrevo a emitir una hipótesis.


Vivimos en una sociedad de libre mercado. La oferta de bienes de consumo que recibimos todos los días asume una premisa: ganar nuestra atención, suscitar nuestro interés. Nosotros no tenemos que preocuparnos por los productos que queramos comprar: ellos, sus fabricantes, son los que tienen que incitar su compra, suscitar su necesidad de adquisición. Nadie nos puede reprochar que no prestemos atención consciente y voluntaria a una determinada marca de lavadoras o que nuestro espontáneo interés no se vuelque en un determinado producto alimenticio o de limpieza. Sucede exactamente igual con los programas de televisión o los contenidos de internet, con los que un ser humano se puede ocupar más de dos mil horas por año: nos disponemos a dejarnos arrebatar por lo que se nos ofrezca si es que son capaces esos contenidos de despertar nuestra atención, si es que consiguen “engancharnos”. Si no es así, se cambia de cadena o de página. Sin más.

Llegado a este punto, cabe hacerse la pregunta de si no es éste el modelo formal de pensamiento que se aplica al trabajo de la institución escolar. Se afirma que la escuela no atrae el interés de los niños porque es aburrida. Recuerdo las palabras de un profesor de Didáctica de la Universidad de Málaga que quería derribar el tópico de la falta de atención de los alumnos diciendo que no había tal, que el chico es capaz de atender cuatro o cinco horas seguidas: obsérveselo si no jugando con un videojuego. El trabajo de la escuela, proseguía, debe consistir en ofrecer los contenidos académicos de forma tal que susciten el mismo interés en los chicos que el que demuestran por los teléfonos móviles o por chatear. Desgraciadamente, los que lo escuchábamos nos quedamos sin oírle ninguna fórmula que explicara cómo se consigue esto, y seguimos sin saber de qué forma se tiene que presentar la ortografía de la “h” o enseñar el Sistema Periódico para que la pasión de los alumnos por esos contenidos sea igual o superior a la que tienen por las andanzas de los protagonistas de sus programas favoritos de televisión. 

Aplicar a la escuela la misma lógica de captación del interés que asumen los bienes de consumo o los contenidos de las nuevas tecnologías tiene otro peligro: el que las familias y otros sectores sociales se desentiendan de su colaboración en los procesos de aprendizaje escolar de los educandos, por pensar que ese “no es su problema”, y que tal asunto sólo concierne a los profesionales de la enseñanza. Esto es muy grave porque tranquiliza muchas conciencias. Así, el chico no aprende porque no le saben enseñar, no porque sus padres seamos negligentes con él; no debemos entrometernos entre él y el colegio, puesto que cada uno tiene que hacer su oficio; ¿me meto a ayudar al mecánico que arregla mi coche?: No, él sabrá. Además, desentendiéndonos de la colaboración con la escuela ganamos tiempo para otros quehaceres que nos son más gratos.

En otras ocasiones se recurre a la metáfora de la bicicleta o de la natación para demostrar que el chico pone en marcha mecanismos de atención incluso en experiencias de aprendizaje penosas, dolorosas o desagradables. Es verdad que aprendiendo a montar en bici o a nadar el chico se hace daño, se cae, traga agua, etc., y que pese a ello sigue adelante y lo vuelve a intentar otra vez. Pero se olvida que hay una diferencia fundamental entre este tipo de aprendizajes y el propiamente escolar: la muy distinta percepción que de la finalidad de ambos procesos tiene el educando. En efecto, cuando un niño se sube por vez primera en una bicicleta tiene en su imaginación el modelo final de lo que va a conseguir con ese esfuerzo, y ese modelo (la libertad de acción que va a ganar, las excursiones que va a poder hacer con sus amigos, etc.,) actúa como agente motivador de primera magnitud, como esperanza que dará sentido a los contratiempos que sufra; mas si el aprendizaje en el que se ve embarcado es el proceso de división de polinomios, dudo mucho que opere en él el modelo de la finalidad del mismo modo que en el caso anterior. 

El hombre es la última yema del árbol de la evolución. Recorrer la senda que nos ha traído hasta aquí ha costado un esfuerzo extraordinario, y más a unas personas que a otras. Para ser exactos: a veces el progreso se ha tenido que hacer contra unas personas, contra unas instituciones, y ello con la indiferencia, si no con la hostilidad, de los que luego serían los mayores beneficiados por los logros de esa evolución o progreso. La mayor parte de los descubrimientos, de las técnicas, de las posiciones éticas alcanzadas, de los bienes culturales acumulados, se han conseguido porque el hombre se ha implicado en ellos, ha luchado contra lo acomodaticio, contra lo que le ofrecía lo existente, contra las fáciles explicaciones. Y sólo así se crece y se progresa. La escuela es el lugar privilegiado en el que se movilizan las experiencias humanas y sus bienes culturales para que, a través de ellos, el sujeto crezca y recorra en pocos años el camino que a la humanidad le ha costado siglos transitar. Pero para ello el sujeto se tiene que comprometer, tiene que implicarse. Como el modelo final puede estar muy alejado o puede ser difícil de concebir por el alumno, la colaboración de los padres y la sociedad se revela imprescindible. Hay que ir a una gran campaña que movilice a la sociedad para que los alumnos se dispongan a aprender aunque sea fastidioso, aunque no comprendan de primera mano las ventajas que esto les reporta, aunque les quite tiempo de realizar otras actividades más placenteras, aunque se les exija una buena porción de esfuerzo. 





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