El cariño y respeto son habilidades que se aprenden desde la primera
infancia y que se rentabilizan en la vida adulta.
Los niños veían la televisión. La pantalla mostraba una película en la que
un hombre golpeaba y daba patadas a una muñeca llamada Bobo. Tras esas imágenes, se les entregó a los pequeños
una muñeca similar y ellos reprodujeron el mismo comportamiento violento que
habían visto. Corría el año 1963 y todo era parte de un experimento que ayudó
al célebre psicólogo canadiense Albert Bandura a formular la teoría del
aprendizaje social, una de las más influyentes a la hora de explicar la
importancia de la observación en el proceso de aprendizaje. Hoy en día, nadie
duda de que los niños aprenden comportamientos observando e imitando a los
demás y por ello vigilamos que las películas que ven sean las adecuadas para su
edad, exigimos horarios infantiles en la televisión o ponemos controles
parentales a los dispositivos electrónicos. Pero, como padres y cuidadores,
¿hacemos algo con nosotros mismos?
“¡No seas bobo, si bajas las escaleras así te
vas a acabar cayendo!”. “¡Qué desordenado eres! Recoge ya tus juguetes”. Comentarios como estos, que buscan reforzar guías de comportamiento o de
seguridad en los niños, son más habituales de lo deseado, aunque sabemos que
hay que tratar de controlarlos; cada vez somos más conscientes de que las
críticas de los padres y cuidadores desempeñan un papel fundamental en el
desarrollo socioemocional de los niños. Sin embargo, no se trata solo de las
críticas de los adultos hacia los niños, sino de los adultos hacia sí mismos (“¡Seré tonta, me he vuelto a olvidar de comprar los pañales!”)
que, aunque no vayan dirigidas a ellos, son mucho más habituales e igualmente
nocivas, de acuerdo con los expertos.
Diversas publicaciones sostienen que los niños expuestos a este tipo de
situaciones tienden a interiorizar las críticas de los adultos y asumen que la
autocrítica es una herramienta útil y que motiva a mejorar. En la vida adulta,
muchos de estos niños llegan a ser hipercríticos consigo mismos, lo que les
puede llevar a generar ansiedad o a padecer depresión.
La autocompasión no siempre está bien vista en la
sociedad occidental y, sin embargo, es muy beneficiosa para un adecuado
desarrollo emocional
Una buena forma de evitar que los niños sean excesivamente autocríticos es
modelar la autocompasión en su presencia. Ello implica ser capaz de reconocer
las propias limitaciones de una manera muy clara y compasiva para evitar
transmitir la idea de que la autocrítica es una respuesta adecuada cuando se
comete un error (“¡Me olvidé de comprar pañales y casi no
tenemos. No me extraña, he estado tan ocupada hoy!”). Esto no solo
muestra a los niños que errar es de humanos, sino que ayuda al cuidador a
manejar mejor las frustraciones y dificultades.
Sin embargo, la autocompasión no es una cualidad tradicionalmente
considerada positiva en la cultura occidental. Es más, suele ser vista como una
forma de justificarse a uno mismo y de sentirse mejor buscando excusas para los
propios errores. Nada más lejos de la realidad. Kristin Neff, doctora en la universidad
de Austin, Texas, y experta en investigaciones sobre la autocompasión explica
en una publicación que el ser capaz de compadecerse de
uno mismo tiene efectos muy beneficiosos más allá de mejorar nuestro bienestar
emocional: puede mejorar de forma drástica nuestras prácticas de crianza
infantil así como el desarrollo emocional de los niños, que nos toman como sus
modelos de referencia.
Pero una cosa es la teoría y otra la práctica. La crianza es un trabajo
estresante y hay muchas ocasiones en que se reacciona más con el impulso que
con la razón, lo que requiere grandes dosis de autocontrol. El Centro
para el Desarrollo Infantilde la Universidad de Harvard está
desarrollando diversas iniciativas para entrenar a cuidadores de
bajos ingresos económicos en estas funciones ejecutivas y de autorregulación de
acuerdo con las situaciones en las cuales van a ser usadas. Entre ellas, la
intervención llamada Ready4Routines (Listos para las rutinas) que se
está aplicando en la actualidad en Estados Unidos y Canadá, se centra en que
tanto padres como hijos las incorporen a sus rutinas familiares.
Los padres asisten a un número de sesiones, entre ocho y 12, en las que
reciben formación en conceptos tales como concienciación, planificación previa
y reflexión y se les entregan una serie de tarjetas de actividades para que las
practiquen en casa junto con el niño en diversos momentos de la vida familiar,
como al ir a la cama o a la hora del baño. Padres e hijos trabajan juntos para
planear y llevar a cabo esas rutinas. Esto, por un lado, ayuda a los padres a
desarrollar habilidades de “paternidad consciente”(mindful parenting),
es decir, a sacar el máximo provecho de las oportunidades en que se desarrollan
las interacciones entre padre e hijo estando totalmente presente; por el otro
lado, las rutinas constantes en el tiempo proporcionan a los hijos un sentido
de seguridad y consistencia necesario para un desarrollo adecuado.
Mientras estas intervenciones se centran en un amplio abanico de
capacidades que pueden ayudar a los padres y cuidadores a ejercer mejor sus
funciones, la autocompasión implica reconocer que ser imperfecto, equivocarse y
tener dificultades es algo inevitable. Ser capaz de autocompadecerse es una
habilidad beneficiosa no solo para los adultos, sino para los niños al mejorar
sus habilidades emocionales a largo plazo. En cambio, autoflagelarse con
autocríticas aumenta el estrés y la ansiedad y manda mensajes erróneos a los
niños, que aprenden observando e imitando los comportamientos de los adultos.
Marta Dormal es consultora en desarrollo infantil temprano en la división
de Salud y Protección Social del Banco Interamericano de Desarrollo.
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