La segregación escolar, un mal evitable.
La no intervención, la lógica de mercado
o el paso del tiempo no eliminan la segregación, más bien, la alimentan.
Poderes públicos y sociedad debemos corregirla e impedirla.
Hablamos de segregación escolar cuando en
un mismo barrio o ciudad, sus centros educativos escolarizan mayoritariamente
un determinado perfil de alumnado (socioeconómica o culturalmente connotado)
que no se corresponde estadísticamente con la composición socioeconómica y
cultural de la población de la zona en que se encuentran ubicados. Es decir,
que algunos centros acumulan alumnado perteneciente a sectores sociales
poseedores de un capital social e instructivo por encima de la media, mientras
que otros concentran alumnado perteneciente a sectores sociales desfavorecidos (pobres,
en general y, en particular, gitanos e hijos de familias inmigrantes). En uno y
otro caso forzaríamos hasta lo imposible las funciones sociales de la educación
que, al cabo, no son menos importantes que sus funciones individuales: ni los
llamados centros-santuario (mayoritariamente privados y privados concertados),
ni los centros guetizados o estigmatizados (mayoritariamente públicos) preparan
adecuadamente a su alumnado para vivir en sociedades plurales, multiculturales
e inclusivas: todos tenemos derecho a hacer nuestra vida en la ciudad, sean
cuales sean nuestras capacidades y discapacidades, nuestras diferencias y
singularidades. El objetivo del combate contra la segregación escolar
es, pues, bien claro: que el alumnado de los centros de una misma zona o ciudad
tenga una composición similar entre ellos, y que se corresponda con la de
la propia zona o ciudad. Ni más, ni menos.
¿Por qué no es buena, ni deseable la
segregación escolar? En primer lugar, porque afecta negativamente al
rendimiento del sistema: los resultados globales de los sistemas educativos más
segmentados (bien porque separan tempranamente al alumnado, bien porque
funcionan como un cuasi mercado, bien porque no tienen entre sus prioridades la
inclusión) suelen ser peores que los de los sistemas más comprensivos e
inclusivos. En segundo lugar porque, como parece obvio, no socializan
adecuadamente a su alumnado, pues éste ni tiene un conocimiento directo de la
diversidad existente en su ciudad, ni puede hacer en la práctica un aprendizaje
vivencial de la convivencia y la gestión de los conflictos, ni prepara para
vivir en la sociedad realmente existente más allá de la escuela, ni fomenta una
mínima cohesión social. Y, en tercer lugar, porque condiciona en gran manera la
trayectoria educativa, las expectativas y los logros del alumnado más
necesitado de que el sistema compense las desigualdades educativas con que
accede a él.
La causa más evidente de la segregación
escolar es, sin duda, la segregación urbanística y residencial, la existencia
de barrios y distritos connotados socioeconómica y culturalmente, su débil
heterogeneidad, la distancia en términos de renta familiar disponible entre
ellos que, en algunos casos, alcanza límites insostenibles. Es
imposible un combate serio y estructural contra la segregación escolar sin
abordar con criterios más equitativos la planificación urbana, la
construcción de viviendas, la dignificación y esponjamiento de las zonas más
degradadas, desconectadas y empobrecidas, y la transformación de las ciudades
en términos de calidad de vida equivalentes, sea cual sea el lugar donde se
viva. No es tarea fácil, pero si para educar a un individuo se necesita a toda
la tribu, para socializar y culturizar a las generaciones jóvenes toda la
ciudad debe ser potencialmente educadora.
Pero la segregación residencial no es la
única causa de la segregación escolar. También las políticas educativas,
especialmente las relacionadas con los procesos de admisión y matriculación de
nuevo alumnado, tienen su responsabilidad. Algunas de ellas son de carácter
paliativo, pero no por ello tienen menos impacto. Nos referimos a los criterios
complementarios de priorización de las solicitudes, a la utilización de la
reserva obligada de plazas para alumnado con necesidades educativas
específicas, a la evitación de la sobreoferta en una zona determinada, a la
regulación de las ratios en función de la demanda previsible… Pero las más
significativas son de otro orden.
Una primera constatación es la de que
cuanta más oferta privada (concertada o no) se da en un territorio determinado
más desequilibrada acaba siendo la composición escolar de los distintos centros. Lo que se sigue es
que, para corregir la segregación escolar, es imprescindible incrementar la
oferta pública en aquellos barrios donde, por razones históricas y sociales,
ésta resulta insuficiente; no es de recibo, por ejemplo, que en algunos
distritos de la ciudad de Barcelona la oferta pública en educación infantil y
primaria no llegue ni a un tercio de la total (sería el caso del Eixample, les
Corts y Sarrià-Sant Gervasi) y en educación secundaria obligatoria las cosas
sean incluso peor.
La segunda evidencia es que el “derecho”
a la elección de centro escolar por parte de las familias en ningún caso puede
ser considerado un derecho absoluto, estrictamente individual y no sujeto a
limitación alguna, porque está claramente condicionado por la oferta
disponible, tiene implicaciones colectivas (la investigación al respecto
demuestra que tiene un papel determinante en la segregación escolar) y entra en
conflicto con la misma Constitución española, que afirma que corresponde a los
poderes públicos remover los obstáculos que impidan o dificulten las
condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en
que se integra sean reales y efectivas. Solo ordenando, limitando y
condicionando este “derecho” por parte de las administraciones educativas será
creíble su lucha contra la segregación escolar.
Y, en tercer lugar, la lógica competitiva
a la que se impele a los centros de una misma zona o ciudad (públicos y
privados concertados), que les conduce a poner de relieve sus diferencias
–reales o inventadas- (de proyecto, de instalaciones, de resultados, de valores
adicionales…), a dirigirse de manera sutil pero eficaz e inteligible a un
determinado tipo de familias (y a evitar con mil argucias al alumnado con más
necesidades educativas) en las jornadas de puertas abiertas o en los distintos
canales de información, publicidad y marketing existentes, constituye también
un elemento importante en este juego de influencias. Eso, cuando las
condiciones de escolarización son equivalentes en calidad, porque si las
desigualdades son evidentes lo que cabe es corregirlas de inmediato.
En resumen, la segregación escolar es
evitable si todos, poderes públicos y sociedad en general, nos ponemos de
acuerdo en que es perniciosa y tenemos voluntad y nos empleamos a fondo para,
primero, corregirla y después, impedirla. La no intervención, la lógica del
mercado, el simple paso del tiempo, ya hemos podido comprobar que, más que
combatirla, la alimenta.
Xavier Besalú es profesor de
Pedagogía de la Universidad de Girona
No hay comentarios:
Publicar un comentario