H. G Wells dijo una vez que la educación
del futuro iría de la mano de la propia catástrofe. En su famosa obra “La
máquina del tiempo”, visualizó que para el año año 802.701, la humanidad se
dividiría en dos tipos de sociedad. Una de ellas, la que vivíría en la
superfice, serían los Eloi, una población sin escritura, sin empatía,
inteligencia o fuerza física.
Según Wells,
el estilo educativo que predominaba en su época ya apuntaba resultados en esta
dirección. El inicio de las pruebas estandarizadas, de la competitividad, de
las crisis financieras, del escaso tiempo de los padres para educar a sus
hijos y de la nula preocupación por incentivar la curiosidad infantil o
el deseo inherente por aprender hacían ya que, en aquellos albores del
siglo XX, el célebre escritor no augurara nada bueno para las generaciones
futuras.
No se trata
de alimentar pues tanto pesimismo, pero sí de poner sobre la mesa un estado de
alerta y un sentido de responsabilidad. Por ejemplo, algo de lo que se quejan
muchos terapeutas, orientadores escolares y pedagogos es de la falta de
apoyo familiar que suelen encontrarse a la hora de hacer intervención con
ese adolescente problemático,
o con ese niño que evidencia problemas emocionales o de aprendizaje.
Cuando no hay
una colaboración real o incluso cuando un padre o una madre desautoriza o
boicotea al profesional, al maestro o al psicólogo, lo que conseguirá es que el
niño, su hijo, continúe perdido. Aún más, ese adolescente se verá con más
fuerza para seguir desafiando y buscará en la calle lo que no encuentra en casa o
lo que el propio sistema educativo tampoco ha podido darle.
Niños
difíciles, padres ocupados y emociones contrapuestas
Hay niños
difíciles y demandantes que gustan actuar como auténticos tiranos. Hay
adolescentes incapaces de asumir responsabilidades, y que adoran sobrepasar los
límites que otros les imponen acercándose casi hasta la delincuencia. Todos
conocemos más de un caso, sin embargo, hemos de tomar conciencia de algo: nada
de esto es nuevo. Nada de esto lo ocasiona Internet, ni los videojuegos ni un
sistema educativo permisivo.
“Antes de enseñar a leer a un niño, enséñale qué es el amor y la verdad”
-Gandhi-
Al fin y al
cabo estos niños evidencian las mismas necesidades y conductas de siempre
contextualizadas en nuevos tiempos. Por ello, lo primero que debemos hacer es no
patologizar la infancia ni la adolescencia. Lo segundo, es asumir la
parte de responsabilidad que nos toca a cada uno, bien como educadores,
profesionales de la salud, divulgadores o agentes sociales. Lo tercero y no
menos importante, es entender que los niños son sin duda el futuro de la
Tierra, pero antes que nada, son hijos de sus padres.
Reflexionemos
a continuación sobre unos aspectos importantes.
Los ingredientes de la auténtica educación
Cuando un
profesor llama a una madre o a un padre para advertirles de la mala conducta de
un niño, lo primero que siente la familia es que se está poniendo en tela de
juicio el amor que sienten por sus hijos. No es cierto. Lo que ocurre, es que a
veces ese afecto, ese amor sincero se proyecta de forma errónea.
- Querer
a un hijo no es satisfacer todos sus caprichos, no es abrirle todas las
fronteras ni evitar darle negativas. El amor auténtico es el que guía, el
que inicia desde bien temprano un sentido real de responsabilidad en el
niño, y que sabe gestionar sus frustraciones dando
un “NO” a tiempo.
- La
educación de calidad sabe de emociones y entiende de paciencia. El niño
demandante no detiene sus conductas con un grito o con dos horas de soledad en la
propia habitación. Lo que exige y agradece es ser atendido con palabras,
con nuevos estímulos, con ejemplos y con respuestas a cada una de sus
ávidas preguntas.
Hemos de
tomar conciencia también de que en esta época donde muchas mamás y papás están
obligados a cumplir jornadas de trabajo poco o nada conciliadoras con la vida
familiar, lo que importa no es el tiempo real que compartamos con los hijos. Lo
que importa es la CALIDAD de ese tiempo.
Los padres
que saben intuir necesidades, emociones, que están presentes para guiar,
orientar y para favorecer intereses, sueños e ilusiones, son los que dejan
huella y también raíces en sus
hijos, evitando así que esos niños las busquen en la calle.
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