El bilingüismo escolar hace mucha ilusión en España. Una palabra tan
tramposa como esa (bilingüe es el hablante nativo de dos lenguas, no el que
estudia en otras dos materias escolares) ha despertado esa ilusa fascinación
que provocan ciertos escenarios futuros (¿una Europa en la que todos hablemos
inglés?) y algunos espejismos procedentes del pasado (¿aquellos colegios
británicos, alemanes o franceses en que se educaban nuestras élites?). Así ha
crecido ese imaginario que asocia la modernización educativa de nuestros
colegios e institutos con su declaración como centros bilingües en esos
vistosos rótulos que suelen incluir la banderita del país que no quiere ser
europeo.
La ilusión bilingüe ha llevado a algunos profesores a enseñar la materia de la
que son especialistas en una lengua de la que no lo son. O a aparentarlo,
porque no parece probable que los alumnos aprendan mejor las matemáticas o las
ciencias si la comunicación en esas clases es todo el tiempo en una lengua
distinta de la que comparten con el profesor.
No está claro que el aprendizaje intencional de una lengua extranjera mejore
por usarla mientras se aprenden otros contenidos. De hecho, no se hace así en
las academias y escuelas oficiales de idiomas, ni tampoco son en inglés las
actividades extraescolares (musicales, deportivas, etc) que completan esa
educación en la sombra orientada al enriquecimiento de la que habla Mark Bray.
Obviamente, a nadie se le ocurriría que fuera en inglés la otra educación en la
sombra, la del refuerzo en las clases particulares.
Pero en el aula están todos. Los alumnos con notables competencias y los que
tienen más dificultades. O quizá no. Porque precisamente un efecto secundario
(o no tan secundario) de la ilusión bilingüe es la segregación escolar. La
separación entre quienes participan en ese experimento y quienes se quedan en
otras aulas. Sobra decir que, además de otros beneficios, los profesores
comprometidos con él no suelen tener en las suyas a ese otro alumnado.
En todo caso, la ilusión bilingüe no es solo escolar. Especialmente entre los
más jóvenes, parece extenderse cierto complejo por que nuestro idioma no sea el
inglés. Así, los nombres de los nuevos negocios, las expresiones con las que se
publicita casi todo, los eventos resultones y muchas otras cosas (también las
muy locales) están dejando de escribirse y pronunciarse en español para hacerlo
en inglés. Algo que resulta especialmente patético en el país en que nació la
lengua europea con más hablantes nativos en el mundo y la segunda, tras el
chino, con más hablantes nativos en todo el planeta.
Lo peor de esta anglofilia lingüística es que parte de un presupuesto nada
democrático sobre el que se piensa muy poco: que el inglés es, y debe ser, la
lengua del futuro. Así, no caemos en la cuenta de que puede llegar a serlo sin
que ningún organismo ni institución democrática lo haya debatido ni decidido
jamás. De hecho, si no se extienden antes los traductores orales multilingües
(sorprende el poco interés que despierta el desarrollo de estas tecnologías),
el inglés puede acabar siendo pronto la lengua universal. O al menos la lengua
medio oficial del universo occidental.
Lo cierto es que las lenguas no son como las especies biológicas cuya evolución
requiere miles de años. El cambio en las lenguas se va dando a escala
intergeneracional y en solo unas décadas pueden advertirse variaciones que
pueden llevar a que unas lenguas se extiendan y otras desaparezcan. La historia
del latín, del español o del inglés son buena prueba de ello.
Además de esos desafíos de gran alcance, el hecho de que la ilusión bilingüe
produzca segregación escolar y no sea la mejor manera de aprender otras
lenguas, debería hacernos pensar que la formación en esas competencias debería
estar a cargo de sus especialistas y que, para ayudarlos, quizá fueran más
útiles iniciativas que aprovechen mejor el tiempo escolar. Por ejemplo, revisar
si tiene sentido que, con tanta educación en la sombra de inglés, esta deba
seguir siendo la primera lengua extranjera para la inmensa mayoría del alumnado
cuando buena parte de él podría elegirla como segunda lengua y aprovechar aquel
espacio curricular para aprender portugués, francés, italiano o alemán. También
se podrían promover otras iniciativas muy significativas como la extensión de
los intercambios escolares y el aumento de las becas para estancias estivales
en otros países. Medidas más razonables que, a diferencia de la ilusión
bilingüe, no requieren una organización escolar segregadora.
No estaría mal, por tanto, asumir la responsabilidad que todos tenemos con
nuestra lengua y la que tenemos los docentes con las nuevas generaciones. Por
ejemplo, desenmascarando ese espejismo que está penetrando intensamente en
nuestra sociedad y en nuestro sistema educativo. Lo bueno es que, al menos en
las instituciones escolares, desnudar al rey no es difícil. Solo requiere que
quienes no comulgamos con esa espuria ilusión bilingüe intentemos que nuestros
centros estén libres de ella. Si la dirección, el claustro o las familias se
plantean seriamente este tema es posible cambiar las cosas en cada centro aún
antes de que las administraciones frenen esta ingenua y nociva inercia cuyos
principales beneficiados no son los alumnos.
Además de deshacer el camino segregador que este experimento comporta,
denunciar y renunciar a la ilusión bilingüe permitirá algo muy importante:
hacer más eficaz el aprendizaje intencional de otras lenguas y convertirlo en
medio para conocer y valorar otras culturas, no en instrumento para seguir
erosionando el aprecio por la nuestra.
La ilusión bilingüe ha llevado a algunos profesores a enseñar la materia de la que son especialistas en una lengua de la que no lo son. O a aparentarlo, porque no parece probable que los alumnos aprendan mejor las matemáticas o las ciencias si la comunicación en esas clases es todo el tiempo en una lengua distinta de la que comparten con el profesor.
No está claro que el aprendizaje intencional de una lengua extranjera mejore por usarla mientras se aprenden otros contenidos. De hecho, no se hace así en las academias y escuelas oficiales de idiomas, ni tampoco son en inglés las actividades extraescolares (musicales, deportivas, etc) que completan esa educación en la sombra orientada al enriquecimiento de la que habla Mark Bray. Obviamente, a nadie se le ocurriría que fuera en inglés la otra educación en la sombra, la del refuerzo en las clases particulares.
Pero en el aula están todos. Los alumnos con notables competencias y los que tienen más dificultades. O quizá no. Porque precisamente un efecto secundario (o no tan secundario) de la ilusión bilingüe es la segregación escolar. La separación entre quienes participan en ese experimento y quienes se quedan en otras aulas. Sobra decir que, además de otros beneficios, los profesores comprometidos con él no suelen tener en las suyas a ese otro alumnado.
En todo caso, la ilusión bilingüe no es solo escolar. Especialmente entre los más jóvenes, parece extenderse cierto complejo por que nuestro idioma no sea el inglés. Así, los nombres de los nuevos negocios, las expresiones con las que se publicita casi todo, los eventos resultones y muchas otras cosas (también las muy locales) están dejando de escribirse y pronunciarse en español para hacerlo en inglés. Algo que resulta especialmente patético en el país en que nació la lengua europea con más hablantes nativos en el mundo y la segunda, tras el chino, con más hablantes nativos en todo el planeta.
Lo peor de esta anglofilia lingüística es que parte de un presupuesto nada democrático sobre el que se piensa muy poco: que el inglés es, y debe ser, la lengua del futuro. Así, no caemos en la cuenta de que puede llegar a serlo sin que ningún organismo ni institución democrática lo haya debatido ni decidido jamás. De hecho, si no se extienden antes los traductores orales multilingües (sorprende el poco interés que despierta el desarrollo de estas tecnologías), el inglés puede acabar siendo pronto la lengua universal. O al menos la lengua medio oficial del universo occidental.
Lo cierto es que las lenguas no son como las especies biológicas cuya evolución requiere miles de años. El cambio en las lenguas se va dando a escala intergeneracional y en solo unas décadas pueden advertirse variaciones que pueden llevar a que unas lenguas se extiendan y otras desaparezcan. La historia del latín, del español o del inglés son buena prueba de ello.
Además de esos desafíos de gran alcance, el hecho de que la ilusión bilingüe produzca segregación escolar y no sea la mejor manera de aprender otras lenguas, debería hacernos pensar que la formación en esas competencias debería estar a cargo de sus especialistas y que, para ayudarlos, quizá fueran más útiles iniciativas que aprovechen mejor el tiempo escolar. Por ejemplo, revisar si tiene sentido que, con tanta educación en la sombra de inglés, esta deba seguir siendo la primera lengua extranjera para la inmensa mayoría del alumnado cuando buena parte de él podría elegirla como segunda lengua y aprovechar aquel espacio curricular para aprender portugués, francés, italiano o alemán. También se podrían promover otras iniciativas muy significativas como la extensión de los intercambios escolares y el aumento de las becas para estancias estivales en otros países. Medidas más razonables que, a diferencia de la ilusión bilingüe, no requieren una organización escolar segregadora.
No estaría mal, por tanto, asumir la responsabilidad que todos tenemos con nuestra lengua y la que tenemos los docentes con las nuevas generaciones. Por ejemplo, desenmascarando ese espejismo que está penetrando intensamente en nuestra sociedad y en nuestro sistema educativo. Lo bueno es que, al menos en las instituciones escolares, desnudar al rey no es difícil. Solo requiere que quienes no comulgamos con esa espuria ilusión bilingüe intentemos que nuestros centros estén libres de ella. Si la dirección, el claustro o las familias se plantean seriamente este tema es posible cambiar las cosas en cada centro aún antes de que las administraciones frenen esta ingenua y nociva inercia cuyos principales beneficiados no son los alumnos.
Además de deshacer el camino segregador que este experimento comporta, denunciar y renunciar a la ilusión bilingüe permitirá algo muy importante: hacer más eficaz el aprendizaje intencional de otras lenguas y convertirlo en medio para conocer y valorar otras culturas, no en instrumento para seguir erosionando el aprecio por la nuestra.
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