La curiosidad es una de
las características más importantes de la humanidad, especialmente en lo que se
refiere al aprendizaje.
“Una buena amiga me preguntó una vez qué
característica quería que tuviera mi hijo y me sorprendí un poco al contestar
con seguridad y presteza: ¡que sea curioso!”
No hay mejor manera para empezar este artículo que con un dato curioso
sobre la curiosidad: la curiosidad comparte sustratos neuronales con conductas
esencialmente placenteras como comer, beber o tener relaciones sexuales. Es
difícil, pues, entender cómo algo tan potente puede, en educación, relegarse a
un segundo plano a medida que el aprendiz se hace mayor. Es una herramienta que
juega a nuestro favor como educadores pero que no cultivamos, a la que no damos
mucha importancia, sobre la que no conocemos lo suficiente, no ayudamos a
desarrollar, mucho menos generamos los contextos necesarios para que los
aprendices disfruten de su curiosidad satisfecha con un aprendizaje
significativo conseguido o, incluso, la cortamos con el fin de simplificar la
clase o de evitar que el alumnado nos meta en problemas con preguntas que van
más allá de nuestros conocimientos o de lo que teníamos programado (a veces
parece que lo programado está grabado a piedra siendo imposible desviarnos
de lo previamente dispuesto por miedo a un castigo divino o, peor aún, “no
llegar a explicar todos los contenidos que tengo que enseñar” —curioso que en
esta frase tantas veces escuchada no se comenta que los niños aprendan nada,
solo que como profesor debo cubrirme las espaldas y explicar todo lo de la
siguiente lista—).
Creo que la curiosidad tiene un doble papel en el proceso interminable
de aprendizaje de una persona —y, por supuesto, en la evolución de la
humanidad— siendo vital tanto en el contexto escolar como fuera de él.
Y es que el niño va al colegio y trabaja porque ni siquiera se plantea no
hacerlo aunque a veces no le guste; el adolescente va a la escuela y
estudia porque “es su obligación” (frase muy empleada por padres y madres sin
tener en cuenta la cantidad de veces que los adultos, si podemos, intentamos
eludir nuestras obligaciones cuando éstas no nos gustan); el joven hace
bachillerato, formación profesional y/o va a la universidad, muchas veces,
porque “algo tendré que aprender para ganarme la vida” y después llega la edad
adulta, una época que dura el doble o el triple que las otras tres juntas, y es
entonces cuando una persona seguirá aprendiendo de verdad, seguirá leyendo,
formándose e informándose si en su interior siente curiosidad.
¿Entonces es una cuestión genética? ¿Unos tienen curiosidad y otros no? No
lo creo; mi experiencia me ha demostrado que la curiosidad se trabaja, se
“entrena” y se aprende a apreciarla a base de beber de ella. Es cierto que
todos nacemos curiosos y que es el motor de nuestro aprendizaje temprano pero a
medida que pasan los años, especialmente en la escuela, se va matando dicha
curiosidad y lo peor de todo es que hemos desarrollado muchas formas de
hacerlo. Veamos unos pocos ejemplos:
1.- ¿Tienes curiosidad? ¡Trabaja el doble!
Ahí tenemos al niño que tiene curiosidad por un tema, hace una pregunta y
el profesor le responde con una variante de “muy interesante tu pregunta.
Búscalo en casa”. Vaya, el niño ya tiene deberes, pero aún envalentonado por su
curiosidad, llega a casa, pregunta a sus padres, busca en Internet y al día
siguiente vuelve al profesor, en clase, y le dice que ya sabe la respuesta,
concluyendo todo ello, muchas veces, en un breve comentario y a seguir. El
problema no reside en el hecho de que el niño haya trabajado en casa, lo cual
ayuda a adquirir unos hábitos de resolución de preguntas y desarrolla la
autonomía del alumno; el problema se encuentra en el hecho de que no se le da
relevancia al camino que el niño estaba abriendo, no hacemos significativo el
esfuerzo y aprendizaje desarrollado por el niño por propia voluntad (recordemos
que no eran deberes) y si los adultos, referentes, no lo valoramos y lo
cultivamos —muchas veces eso, de cara al niño, tiene que ver con la
relevancia que le damos y el tiempo que le dedicamos— ¿cómo esperamos que lo
acaben haciendo ellos? Aprenden que es mejor ir al grano, hacer lo que toca y
no desviarse; eso es, al fin y al cabo, lo que hacen muchos adultos.
2.- Ahora no
La curiosidad no pide turno, no espera largas horas de cola y, desde luego,
no entiende de programaciones y de tiempos. La curiosidad surge cuando algo se
conecta en nuestro cerebro, cuando surge una incongruencia entre los conceptos
previos y el aprendizaje que se está afrontando, cuando se abren los ojos ante
un descubrimiento emocionante, cuando el mundo plantea algo desconocido… y la
pregunta que se forma interrumpe nuestra estudiada y programada clase, tan
marcada por los tiempos y por los contenidos; y sin reflexionar, no son pocos
los profesores que espetan: “ahora no toca” o variaciones. Es muy probable que
el niño sienta que para él lo que ha preguntado tenía mucho más sentido, era
mucho más interesante y, por lo tanto, “tocaba” mucho más que el tema
planteado; eso sin contar que es probable que si el profesor se detuviera a
pensar en la pregunta que se ha formulado encontraría tres cosas: A.- que
puede relacionarla con los contenidos que tanto nos obsesionan, B.- que no es
una inquietud solo del alumno que ha preguntado y C.- que de repente hay mucha
más atención en clase y mucho más interés.
3.- ¡Vaya preguntas! ¡No seas pesado!
Es esta una situación muy similar al punto 2 pero con el agravante de que
estamos relacionando la curiosidad con un elemento negativo: ser cargante para
los demás. La relación entre esto, querer ser aceptado y, por ende, dejar de
preguntar es muy directa.
Como en todo en la vida todo esto requiere poner tu tacto emocional al
servicio de la situación y saber diferenciar entre las preguntas del alumnado
fruto de su curiosidad y las preguntas que buscan llamar la atención. En
cualquier caso, aunque se trate de una pregunta que tiene el claro objetivo de
reclamar atención responde a una situación que no se soluciona con un “ahora
no” o “no seas pesado”.
¿Y por qué nos mueve la curiosidad?
Hay varios hechos relacionados con la curiosidad que nos convendría saber.
El primero es que la curiosidad, desde los orígenes, es un mecanismo cerebral
que nos permite detectar los sucesos diferentes en nuestro día a día, poner
atención en ellos, decidir si son significativosy, de ser así,
aprenderlos o memorizarlos. Es, en el fondo, un mecanismo de supervivencia que
nos permitía ver que algo en el descampado no estaba igual que siempre y que
era mejor salir corriendo de allí para que el depredador escondido entre la
maleza no nos diera caza. Si nos fijamos en lo anterior y nos ponemos las
lentes de educadores nos daremos cuenta de que aparecen conceptos como “atención”,
“aprender” y “memorizar”. Quizás valga la pena, pues, ahondar un poco más en
ello si queremos aprovecharnos de los beneficios naturales de la curiosidad.
Un segundo dato sobre la curiosidad es que en neuroeducación se ha
demostrado que hay ciertos circuitos cerebrales disparadores de la
misma que están relacionados, a su vez, con la anticipación de la
recompensa y el placer.
Aquí debo hacer un alto en el camino y comentar un hecho que acontece de
forma más o menos habitual en nuestras aulas y que deberíamos cortar. El
fenómeno que llamo “castillos en el aire”. Y es que como profesores a veces
vemos que sería muy interesante hacer algo, lo proponemos al alumnado y después
nos damos cuenta de que el día a día se nos come, que no tenemos tiempo
suficiente y que al final no se va a poder hacer. Nosotros, desde una
perspectiva de adultos, entendemos los motivos y los podemos argumentar; es
más, es posible que incluso los alumnos lo entiendan y lo acepten pero estamos
rompiendo la cadena que relaciona la curiosidad, la acción y el placer y la
recompensas que, recordemos, han sido ya anticipadas. Si esto lo repetimos de
forma más o menos habitual lo que estamos generando es que el alumnado ya no
relacione la curiosidad con el placer y la recompensa (en ningún momento se ha
dicho que ésta deba ser extrínseca únicamente). Es nuestra responsabilidad ya
no solo como adultos sino también como profesores intentar no prometer
algo para luego no hacerlo.
Finalmente tenemos un tercer dato muy interesante: existen varios
tipos de curiosidad. Si buscáis encontraréis muchas maneras de
organizarlas y tipificarlas pero creo que hay una forma sencilla que como
educadores deberíamos tener en mente: la curiosidad perceptual o diversificada
y la curiosidad epistémico-específica. Curiosamente es la combinación de ambas
la que activa un sistema cerebral que genera dopamina que, entre otras cosas,
es la causante de generar sensaciones placenteras.
La curiosidad perceptual o diversificada es aquella que impele a la persona
a huir del aburrimiento, que se aferra a los sucesos extraños y que tiende al
aislamiento fantasioso. El alumno que juega con la goma sin hacer nada en
clase, el que mira por la ventana cómo dos palomas pugnan por una migaja o el
que “está en las nubes” son claros ejemplos de alumnos inmersos en este tipo de
curiosidad.
Muchas veces me enfrento a situaciones en las que alguno de mis alumnos se
distrae impelido por esta curiosidad diversificada. Más tarde, fuera de clase,
lo que hago es comentarle que no voy a enfadarme con él por
distraerse —distraerse no es una decisión consciente; uno no decide, en
general, que va a distraerse con el ruido de los alumnos de primaria jugando en
el patio— pero sí que lo haré si cuando se da cuenta de que está distraído no
hace un esfuerzo por volver a centrarse ya que eso sí es decisión suya. La
reacción del alumnado suele ser muy buena y este discurso me posiciona junto a
él contra la dificultad y no en el bando contrario.
La curiosidad epistémico-específica es aquella que tiene la finalidad
de llegar a un conocimiento, que se genera de la incertidumbre o de los
conflictos racionales o conceptuales. Es el “quiero saber la respuesta”.
Cuando planteamos una clase que no les genera ninguna inquietud, cuyos
contenidos no hemos conseguido relacionar con sus conocimientos previos con el
fin de generar algo significativo para ellos, en los que sus intereses y sus inquietudes
no han tenido cabida y, peor aún, siendo conscientes de que no van a
tenerla porque no esperan nada nuevo hasta que termine el tema dentro de varias
sesiones; entra dentro de la lógica que no aparezca la tan ansiada curiosidad
específica y sí lo haga la diversificada. Es entonces cuando los profesores nos
giramos y nos enfadamos porque tenemos a un buen número de alumnos distraídos o
ensimismados. Les abroncamos de múltiples formas pero que podrían resumirse, en
esencia, en “lo que estoy explicando debería generarte interés”. Como si el
gusto por las cosas admitiese imperativos.
¿Y cómo genero esa curiosidad en mis alumnos?
He aquí cuatro ideas básicas que os pueden ayudar:
1.- Abandonar la rutina en la forma de plantear y hacer las cosas.
No hay nada que mate más la curiosidad que la predicción. Yo,
personalmente, realicé un “experimento” con mis alumnos y al principio del día
les pregunté cómo iban a ser todas las clases del día. La primera sorpresa
que tuve fue que nadie me contestó: no lo sabemos, aún no han pasado. Al
contrario, me describieron con bastante meticulosidad cómo iban a desarrollarse
cada una de las sesiones de las distintas materias que tenían. La segunda parte
del experimento iba a ser por la tarde, justo antes de irse, con la intención
de comprobar si estaban en lo cierto pero antes de llegar a ese punto ya me di
cuenta de una cosa muy importante: no tenían curiosidad por las clases
del día porque ya sabían lo que iba a pasar.
Por la tarde, antes de despedirse, les pregunté si las clases habían ido
tal y como habían predicho y lamentablemente así fue. No sólo no tenían
curiosidad sino que además estaban en lo cierto.
Curiosamente al día siguiente fueron varios los profesores que me
comentaron que mi clase había estado más atenta el día anterior. ¿Por qué?
me pregunté. La respuesta era simple: había creado un contexto que les generaba
un punto de curiosidad: averiguar si todo pasaba como ellos habían
predicho.
Haz que tus clases no sean predecibles. No es necesario un abanico enrome
de dotes creativas e imaginación, solo hace faltar salir de la rutina.
2.- El poder de las preguntas
Y es que hay algo en nuestro cerebro que se ve impulsado a buscar las
respuestas a las preguntas que nos hacen. Una vez leí que muchas veces,
cuando una canción se mete en tu cabeza y no puedes dejar de cantarla o
tararearla es porque hay un fragmento de la misma (ya sea letra o melodía) que
no eres capaz de recordar y tu cerebro está haciendo un esfuerzo inconsciente
por dar respuesta a esa pregunta.
Las preguntas, en su justa medida y bien formuladas, tienen mucho poder.
Empezar la clase con una pregunta que A.- podrán ser capaces de resolver al
final de la sesión, B.- cuya respuesta es sorprendente y relevante de
alguna forma para la clase que se va a dar o C.- esté relacionada con el tema y
sea sorprendente en tanto que no se la habían planteado nunca con anterioridad
aunque forma parte de su contexto de vida (como, por ejemplo, si el sol es una
esfera ardiente y no cambia de color por qué al amanecer y al atardecer lo
vemos rojo y el resto del día no) puede ayudarte a tener la atención del
alumnado fruto de su curiosidad específica.
3.- Trabajar desde la incongruencia, el conflicto y la contradicción
El alumnado suele no tener muy afianzados los grises que se hallan entre el
blanco y el negro; es por eso que les hiere el orgullo cuando hay conceptos
enfrentados (y, a veces, ambos válidos) y buscan desesperadamente que se
estipule que uno de los dos está mal y que hay una solución correcta —a
veces el hecho de que no la haya es el propio concepto a trabajar como planteo
en el proyecto El búnker—.
4.- Generar clases en los que ellos tengan cabida no solo para
ejecutar
Si generamos clases en las que sus opiniones puedan dar forma a lo que está
por venir, en las que sus aportaciones puedan determinar en parte qué y cómo se
va a hacer o en las que sus ideas moldeen parte de los enfoques de los
contenidos que van a abordar estaremos generando contextos que huyen de la
rutina, que provocan curiosidad y que son más significativos para ellos y para
su aprendizaje.
Estas cuatro ideas tiene la función de aprovecharse de la curiosidad a
corto plazo pero no querría acabar sin comentar un punto igualmente importante:
el trabajo vertical de la curiosidad. Enfrentarse a las preguntas, ajenas o
propias, requiere saber hacerlo bien, gestionarse adecuadamente y tener
una constancia para sostener el interés en busca de la recompensa en forma de
conocimiento; en definitiva, requiere entrenamiento que debemos darles a lo
largo de los años y de los cursos y no solo en una clase determinada en un
curso concreto con ese profesor o profesora que le da la importancia que creo
que tiene: mucha.