A principios de los años 90, un pedagogo italiano,
padre de tres hijos, soñó con una ciudad en la que los niños pudieran salir
solos a la calle, ir a la escuela por su cuenta, comprar en tiendas sin la
supervisión de adultos. Si la idea suena quimérica hoy, aunque cada vez un poco
menos, en esa época debía parecer la propuesta de un iluminado.
Pero Francesco Tonucci (Fano, 1940)
creía en ella. “Lo que proponemos y lo que queremos no es una ciudad de niños,
sino una ciudad para niños”, explica el pedagogo durante una reciente visita al
colegio Arcadia, en Villanueva de la Cañada, uno de los centros que más ha
seguido los postulados de este educador.
Sus postulados han tenido un cierto
éxito en España, donde más de 20 ciudades se han adherido a su idea de La
ciudad de los niños y cada vez más centros practican (algo parecido a) el
camino escolar que propone este pedagogo. Especial es el caso de Pontevedra,
que ha peatonalizado todo el centro y abrazado con entusiasmo las propuestas de
Tonucci como el camino escolar.
El camino escolar consiste, básicamente,
en que los niños vayan solos al colegio en vez de hacerlo con sus padres, ya
sea en coche o andando, o en el autobús de ruta del colegio. Se diseñan unas
rutas preestablecidas que se consideren óptimas y los niños irán caminando,
recogiéndose unos a otros por el camino hasta llegar al colegio.
Esta práctica solo produce ventajas para
la ciudad que la propugna, sostiene Tonucci. “Da autonomía a los niños, y corre
más peligo un niño sin autonomía y que no conoce el riesgo y sale un día a la
calle solo” que otro que está acostumbrado. “Además, favorecer la presencia de
los niños en las calles mejora la seguridad de todos” porque los adultos
estamos más atentos cuando vemos a pequeños andando solos, añade. Y los niños
llegan más espabilados al colegio después del paseo matutino, lo que les sirve
para entrar de lleno en la enseñanza desde el primer minuto. Todo ventajas.
Una enfermedad moderna
Tonucci cree que los niños están solos y
que esta es una enfermedad moderna típica de los países ricos. Una enfermedad
forzada por el desarrollo urbanístico de las ciudades y los modos de vida, que
han provocado que los pequeños sean hijos únicos y que no salgan a la calle por
el temor de sus padres a que les pase algo. Por eso, para combatir esto, ideó
su Città dei bambini.
“Es
una ciudad de todos, donde todos puedan vivir pacíficamente cumpliendo sus
deseos. Una ciudad donde el espacio público se quita de los automóviles y se
devuelve a las personas para que podamos caminar, encontrarnos y jugar”,
reflexiona.
Hoy, casi 30 años después de su visión,
la ciudad de Tonucci está un poco más cerca de ser una realidad. Alcaldes de
todo el mundo han aceptado, con más o menos entusiasmo, que las urbes son
hostiles para el peatón. Lo son para el adulto, ni hablamos ya de los más
pequeños. ¿Alguien ha visto a algún pequeño, de unos 10 años, andando solo por
una gran urbe? Probablemente pocos.
¿Tratamos a los niños con
condescendencia? ¿Pensamos que son inútiles o realmente las ciudades son
territorios hostiles para ellos y hacemos bien en no dejarles funcionar con
autonomía? “A menudo tengo el sentimiento de que los adultos piensan que sus
hijos son incapaces”, reflexiona Tonucci.
“Esta evaluación, probablemente incorrecta,
seguramente se debe a la forma en la que los evaluamos cuando están con
adultos”, continúa. “En este caso es cierto que se comportan como
irresponsables e incapaces, porque todo el poder está en manos del adulto y por
tanto lo único que el niño puede hacer es molestar, escapar, no respetar las
reglas. Pero cuando están solos, todos los niños son responsables y atentos”,
opina.
Y sostiene que las percepciones de los
adultos no se confirman con la realidad y no están justificadas. “El miedo de
los padres es excesivo. Continúa creciendo, cada vez hay más, pero el peligro
real, según los datos oficiales, tiende a disminuir”. ¿Por qué? “La política y
los medios de comunicación probablemente tengan una responsabilidad seria por
esta evaluación distorsionada de la realidad”, asevera.
La escuela de los niños
Tonucci es firme defensor de un concepto
que a muchos adultos sonará extraño, pero que sin embargo recoge la Convención
de la ONU sobre los Derechos de los Niños: hay que escuchar a los niños y,
sobre todo, tener en cuenta sus opiniones, no solo escuchar como un ejercicio
de condescendencia.
“De
esta manera se sabe cómo piensan, qué piensan y qué necesitan esas personas que
son diferentes de nosotros, los adultos. La diversidad es el valor agregado de
la infancia”, argumenta. Y ofrecen una visión diferente del mundo, no
contaminada por el ritmo desenfrenado y el estrés que aqueja a los mayores. “El
otro valor es su libertad en comparación con las actitudes modernas de las que
los adultos somos esclavos como la prisa, el consumo, las modas o el interés
privado. La escucha cuidadosa y competente de los niños podría ayudarnos a cometer
menos errores y causar menos desastres”, reflexiona.
Si los escucháramos, continúa Tonucci,
descubriríamos que los niños querrían una escuela “donde no se aburran, donde
no pasen tanto tiempo haciendo tan poco y de tan poco interés para ellos.
Quieren una escuela que los escuche y esté interesada en sus intereses, que no
pueden agotarse en el lenguaje y las matemáticas, pero que a la vez puedan
extenderse a lo largo del rango de las 100 lenguas que manejan los niños, como
dice Loris Malaguzzi (padre y director de las escuelas Reggio Emilia, en
Italia) y como se reconoce en el artículo 13 de la Convención de la ONU.
Respecto a la escuela, Tonucci sostiene
que su misión principal ya no es “enseñar cosas”. ¿Cuál es, entonces? “La parte
de la enseñanza es la menos importante y más trivial, especialmente hoy en día
que podemos utilizar la tecnología”, expone. “Lo único que puede hacer la
escuela es enseñar a aprender, a amar la lectura, eseñar a escribir para
mantener los pensamientos o comunicarse con los demás, desarrollar
conocimientos para los que el niño esté especialmente dotado, desde los
artístico-manuales hasta los científicos. En la escuela un niño debe aprender a
trabajar junto a otros, a ayudarse mutuamente”, enumera.
Porque la escuela, sostiene Tonucci,
deja fuera a muchos niños que no tienen tanto interés en los currículums que
más se trabajan en los centros, como Lengua o Matemáticas. “Los alumnos que
sacan buenas notas en estas asignaturas saldrán adelante, pero ¿qué pasa con
los que nacieron músicos, periodistas, artistas? Para ellos la escuela no
existe”, se pregunta y se responde.
“Es absurdo que hagamos pasar tantas
horas a los niños en un lugar que no quieren y no reconocen como suyo sino que
lo ven hostil y de adultos. Así no van a rendir nunca”, sostiene. Para él, la
clave de una buena escuela está en los maestros y no en reformas o leyes
educativas. “En Italia las leyes no consiguieron cambiar la escuela
significativamente para mejor. Cuando los gobernantes decidan que quieren de
verdad una buena escuela para todos dejarán de pensar en reformas y se
centrarán en la formación de maestros, que es lo necesario. La garantía de una
buena escuela son los maestros, no las leyes ni tampoco la tecnología, por
cierto”.
¿Qué es un buen maestro? “Uno que
escucha a los niños porque saben que tienen cosas que aportar. Que es
consciente de que tienen experiencia en algo que él no lo es. ¿Cómo va a
proponer contenidos que consideren interesantes de esa manera?”, lanza al aire.
Los espacios y la autonomía
El pedagogo cree que los adultos
manejamos erróneamente el concepto del espacio cuando se aplica a los niños.
Nos encanta meterlos en uno y que se queden ahí, cuando esa idea va, asegura,
contra la naturaleza de lo que es un niño.
En la escuela, por ejemplo, la idea de
“aula” es antigua, dice, y en parte responsable de por qué está fracasando la
escuela. “Propongo renunciar a las aulas”. “Para mí la escuela debería estar
formada por talleres, por laboratorios. Los niños irían de uno a otro (frente
al concepto tan español de que son los profesores los que cambian de clase
mientras los niños se quedan fijos en una)”.
En la ciudad, sucede algo parecido con
los parques. “Hay que renunciar a hacer espacios específicos para ellos”,
explica, asumiendo que la ciudad se ha convertido en un lugar amable para los
menores. “Cuando inventamos espacios para niños lo que estamos haciendo en
realidad es excluir a los niños del resto de espacios, que deberían ser para
todos”, argumenta. Además, cohartan la capacidad de inventar de los niños, algo
absolutamente necesario para su correcto desarrollo, según el pedagogo.
Daniel Sánchez Caballero.
Daniel Sánchez Caballero.