La empatía, un rasgo que se fomenta o se oxida. Por Ana Isabel Sanz.
En una película reciente de Álex de la Iglesia, la escena
final me impactó y aún sigue incomodándome, aunque hayan pasado meses desde que la vi: una
Blanca Suárez llorosa y semidesnuda transita por la bulliciosa Gran Vía sin que
nadie se le acerque, ni siquiera gire la vista extrañándose o doliéndose por su
sufrimiento. Resulta duro pensar que esta indiferencia hacia los otros empieza
a convertirse en lo habitual.
Si eso sucede en situaciones en las que nos hallamos al lado
del que lo pasa mal, cómo extrañarse de que no nos movilice el terror de una
guerra que solo vemos por televisión, el dolor de las víctimas de una
catástrofe, la humillación y el riesgo derivados de la represión política en un
país lejano o la gravedad del daño que nos estamos haciendo a nosotros mismos
con la irresponsable actitud hacia el equilibrio ecológico del planeta.
A pesar de las advertencias de escritores como Jeremy Rifkin
(Civilización empática, Paidós, 2010) sobre la urgencia de que la sociedad se
implique como un todo en el abordaje activo de dilemas que condicionan el
presente y el futuro de nuestra especie, lo que se constata es que nos estamos
convirtiendo en auténticas piedras, nulidades emocionales, que no saludamos al
vecino, ignoramos al anciano o a la embarazada que permanecen de pie en el
autobús mientras disfrutamos de nuestro cómodo asiento, miramos hacia otro lado
si vemos una actitud irrespetuosa en la calle… ¿Hacia dónde vamos por este
camino? Y un problema aún más preocupante es que esas conductas son el ejemplo
que interiorizan nuestros menores por lo que, de no modificar el rumbo, estamos
sembrando una peligrosa cosecha de violencia y deshumanización con
consecuencias nada halagüeñas.
Paradójicamente, mientras eso sucede, políticos, medios de
comunicación, agentes sociales… usan una y otra vez hasta desgastarlas palabras
como empatía, empatizar, empático… Cuando lo hacen, ¿saben lo que implican, las
trasladan alguna vez del discurso demagógico a sus comportamientos? La empatía,
concepto psicológico relativamente nuevo (no tiene más de un siglo de vida)
implica –en contra del egocentrismo– interesarse por el otro sin prejuicios
para entender lo que siente, las motivaciones de su conducta y devolverle no
consejos banales o simplistas, sino un apoyo (a veces únicamente el respetuoso
silencio para escuchar) que le permita no sentirse solo sino comprendido,
aunque no se le aporten soluciones prácticas.
Los estudios cada vez más numerosos sobre este complejo
proceso de acercamiento y conexión con los demás identifican la interacción de
elementos cognitivos y emocionales en diferentes grados de profundidad en ese
“ponerse en el lugar –en los zapatos– del semejante”. Más allá de esas
complejidades conceptuales, querría limitarme a señalar que la empatía
constituye un pilar fundamental de la inteligencia social y de la convivencia
armónica. Una de las investigadoras más conocida en este ámbito, Brené Brown,
considera que ser empático implica al menos cuatro capacidades: a) la habilidad
de ponerse en el lugar de otro sujeto y admitir su punto de vista como válido y
real; b) la no formulación de juicios de valor acerca de esa experiencia; c) la
identificación de la vivencia emocional de otra persona, y d) la aceptación
respetuosa y la expresión verbal de esa emoción compartiéndola con el
semejante.
El interés por los procesos cognitivos y emocionales de
otros individuos constituye un rasgo inherente a cualquier persona y, casi con
toda seguridad, es propio de las especies de homínidos que nos precedieron.
Sería motivo de un interesante debate qué sucede con los llamados psicópatas,
aunque posiblemente ellos también son capaces de captar la vivencia del otro y
lo que sucede es que les resulta indiferente o solo les sirve como vía para la
manipulación dañina.
Las neuronas espejo sustentan biológicamente esta
disposición natural a la empatía que se manifiesta rudimentariamente casi desde
el nacimiento y de forma más consistente en bebés entre los 18 y los 24 meses.
La consolidación de la llamada Teoría de la Mente (la posibilidad de establecer
hipótesis sobre los procesos psicológicos propios y de otro individuo) permite
que a los 4-5 años se sea ya plenamente capaz de desarrollar actitudes
empáticas. Ese patrimonio innato no garantiza, como sucede con otras muchas
capacidades, el desarrollo de adultos empáticos, salvo que esa predisposición
se canalice y fomente a través de adecuadas medidas educativas.
Y si la empatía se educa, ¿por qué se le presta tan escasa
atención en las políticas educativas o en la planificación de los centros? Tal
vez sea, una vez más, porque se considera menos relevante que los conceptos o
los procedimientos matemáticos, lingüísticos, históricos, tecnológicos… Craso
error. Existen ya numerosos datos que indican que el prestar atención a la
educación emocional, entre otros aspectos al desarrollo de la empatía, fomenta
el desarrollo cognitivo y la calidad del clima escolar, aspecto que, a su vez,
revierte en mejores rendimientos académicos y en la prevención de cuestiones
tan distorsionadoras del ambiente escolar como el acoso entre compañeros, las
transgresiones disciplinarias, el fracaso y el abandono prematuro de las aulas
o el deterioro de la salud psico-física tanto del alumnado como de los
docentes. Conviene subrayar que los estudiantes y los docentes que profundizan
y ponen en práctica la empatía:
Se muestran más curiosos.
Aumentan sus destrezas comunicativas y, paralelamente, la
capacidad de pensar de forma lógica.
Recurren a fuentes de aprendizaje más diversas que incluyen
la experiencia propia y la de otros, lo que propicia una mayor flexibilidad
cognitiva.
Ejercen el pensamiento crítico.
Valoran más los esfuerzos propios y los del otro, lo cual
potencia su motivación y deseo de superarse.
Prestan más atención y se concentran mejor.
Se sienten satisfechos y agradecidos con lo que hacen y las
oportunidades que se les ofrecen.
Progresan en la capacidad de identificar, expresar y modular
sus propias emociones.
Logran interacciones sociales satisfactorias y
enriquecedoras.
Disminuyen los comportamientos agresivos o descalificadores
de otras personas.
Alcanzan un equilibrio psíquico que les permite optimizar su
rendimiento cognitivo.
Ante esta perspectiva, ¿creéis que merece la pena incorporar
a las programaciones y a los proyectos de centro el fomento de la empatía como
principal bastión de la educación emocional?
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